Crónicas de la historia

A diecinueve años de la tragedia de la Amia

a.jpg

Máquinas remueven los escombros del edificio de la Amia en el barrio porteño de Once, luego del brutal atentado que costó decenas de vidas.

foto:telám

 

por Rogelio Alaniz

[email protected]

A la noticia la recibí cuando estaba saliendo de casa para ir al diario. Una bomba había estallado en la mutual judía de la Amia. No se sabía con exactitud si había sido un auto bomba o un atentado suicida. A los pocos minutos de la tragedia, la ignorancia respecto de las responsabilidades en juego era previsible, aunque en ese momento de dolor y miedo nadie imaginaba que veintinueve años después oficialmente se mantendría una ignorancia parecida.

Esto ocurrió el 18 de julio de 1994. Según la información de Inteligencia, la bomba explotó siete minutos antes de las diez de la mañana. Desde la radio del auto, escuché la declaración de un rabino, una declaración interrumpida por los sollozos y la impotencia. Media hora después se sabía que el número de muertos era indeterminado y que la vieja Amia de calle Pasteur, uno de los grandes orgullos de la comunidad judía argentina, había sido demolida.

Santa Fe era, en esos días, el centro del poder político nacional. Desde los primeros días de junio sesionaba en el Paraninfo de la UNL la convención constituyente. Los principales dirigentes políticos de la Argentina estaban aquí. Exageraría si dijera que estuve con todos, pero creo no faltar a la verdad si digo que todos, o casi todos, estaban consternados.

La misma sensación se percibía en la redacción del diario, en el hall de la universidad -transformado en una suerte de mentidero político nacional- y, por supuesto, en los bares de las inmediaciones. A todo esto, las pantallas de los televisores estaban al rojo vivo. Los rostros de los periodistas, las expresiones desencajadas de la gente, exteriorizaban el clima de desgracia.

Algo parecido había ocurrido el 17 de marzo de 1992 a las tres menos cuarto de la tarde, cuando una bomba hizo volar la Embajada de Israel ubicada en Suipacha y Arroyo. Entonces, hubo alrededor de treinta muertos y cerca de trescientos heridos. Dos años después no se sabía nada de los autores. Jueces, fiscales, agentes de seguridad se declaraban impotentes para dar nombres concretos, pero nadie se privaba de elaborar las hipótesis más audaces.

El juez Ricardo Levene (h), por ejemplo, instalaba la sospecha de que no había habido un atentado terrorista, sino que los explosivos estaban en la Embajada de Israel. Teoría de la implosión se le llamó al argumento de Levene. Los fascistas y los antisemitas de parabienes.

Un dato merece mencionarse: las condenas oficiales fueron unánimes. Si alguien de la clase dirigente aprobó el atentado terrorista, lo disimuló muy bien. En la sociedad civil argentina, campea un antisemitismo cotidiano fundado en los prejuicios, la ignorancia y el resentimiento, manifestaciones que no son diferentes de las que ocurren en países donde existe una importante comunidad judía. Pero en nuestro país, en raras ocasiones, ese sentimiento antijudío se expresa a través de la violencia. Las bandas antisemitas locales suelen ser minoritarias, agrupaciones integradas por lunáticos y delirantes que no alcanzan a constituir un fenómeno social de envergadura.

Lo que no existe en la Argentina es un antisemitismo estatal, más allá de que en algunos recovecos del Estado, en ciertas instancias de las fuerzas de seguridad, el antisemitismo sea moneda cotidiana que circula clandestinamente. Así se explica, entre otras cosas, que para muchos policías y agentes de seguridad, los atentados terroristas contra la Embajada de Israel y la Amia fueron perpetrados por los propios judíos para victimizarse o ajustar cuentas internas entre ellos.

Mucho más grave es el lugar común, incluso en funcionarios del actual gobierno, que afirma que los atentados más salvajes perpetrados en la Argentina no nos afecta como nación porque son “un problema de los judíos”.

Recuerdo que esa tarde invernal del 18 de julio se organizó una gran manifestación en nuestra ciudad para repudiar lo sucedido. Recuerdo que la encabezaban, entre otros, Raúl Alfonsín, Antonio Cafiero y Carlos Reutemann, por entonces gobernador de la provincia. El acto, con los correspondientes discursos, se hizo en la puerta de la escuela Bialik de calle 4 de Enero. Hubo varios oradores, pero una de las frases que más recuerdo es la que pronunció Alfonsín: “En un día como el de hoy todos somos judíos”.

Para esa hora, se sabía que el número de muertos superaba las ochenta personas. Esa misma noche, políticos y periodistas nos hicimos presentes en el local de Macabi para dar nuestra solidaridad a la comunidad judía local. Había hombres con el rostro tenso por el dolor y mujeres que sollozaban desconsoladas. No era para menos. Para una comunidad cuyos padres y abuelos fueron exterminados sin piedad en el Holocausto, lo sucedido reeditaba las peores pesadillas.

Un dirigente de la comunidad me dijo que según las informaciones que le llegaban de Buenos Aires, los autores del atentado provenían de Irán, debidamente protegidos por la embajada. En tanto que el apoyo local lo había dado personal de la policía de la provincia de Buenos Aires, es decir, “la Bonaerense”.

O sea que a menos de veinticuatro horas de los hechos, las pistas principales estaban sobre el tapete. Lo sorprendente es que diecinueve años después se haya avanzado muy poco y que los criminales sigan en libertad, una libertad ahora bendecida por la llamada “comisión de la verdad” que propicia el régimen kirchnerista en acuerdo con los integristas de Irán.

Desde aquel 18 de julio de 1994, todos los años, la comunidad judía recuerda el aniversario y reclama justicia. Se elaboraron montañas de expedientes, se tendieron las sospechas más disparatadas, se designaron nuevos jueces y fiscales, pero en verdad los avances fueron muy modestos.

Sin ir más lejos, cuando casi diez años después el terrorismo musulmán ejecutó un atentado terrorista en la estación madrileña de Atocha, en poco tiempo los principales protagonistas fueron detenidos y las redes de complicidad desbaratadas. Algo parecido ocurrió en Londres, y en los Estados Unidos con el atentado contra las Torres Gemelas.

En la Argentina, por el contrario, los autores de la destrucción de la Embajada de Israel no fueron molestados por la Justicia local, aunque hay serias sospechas de que los principales cabecillas fueron eliminados por los servicios de inteligencia de Israel en Medio Oriente.

En el caso de la Amia, recién en octubre de 2006 los fiscales Alberto Nisman y Marcelo Martínez Burgos afirmaron que los responsables eran el gobierno iraní y la banda terrorista financiada por ellos conocida como Hezbolá. Poco tiempo después, el juez Rodolfo Canicoba Corral ordenó la captura de siete funcionarios de la Embajada de Irán, una medida acertada y justa. Pero como se podrá apreciar, recién se pudo concretar doce años después de la demolición de la Amia. Finalmente, el 7 de noviembre de 2007, Interpol ratificó las conclusiones de la Justicia argentina.

Ser eficiente, a Nisman no le dio buenos resultados. El gobierno de Irán lo declaró de hecho enemigo público del Islam. Una reacción previsible en un régimen teocrático, antisemita y militarizado. Más difícil de entender, en cambio, es el silencio del gobierno nacional a la hora de proteger a su funcionario o la reciente decisión de la señora Gils Carbó de privarlo de los recursos necesarios para asistir a una convocatoria hecha por el Congreso de los Estados Unidos para informar sobre las andanzas del terrorismo musulmán en América Latina.

Diecinueve años han transcurrido desde la tragedia del 18 de julio. Años de dolor, corrupción e impunidad. Años de esfuerzos militantes para hallar la verdad y la justicia, y años de complicidad e impunidad por parte de prominentes autoridades nacionales, transformadas en los últimos tiempos en “socios” de los integristas que hasta hoy -en sintonía con los nazis locales- insisten en afirmar que lo sucedido no fue más que un autoatentado.

Diecinueve años han transcurrido desde la tragedia del 18 de julio. Años de dolor, corrupción e impunidad... y de complicidad por parte de prominentes autoridades nacionales.