Acerca de los derechos de la propiedad intelectual

La escasez artificial (II)

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Carlos E. Morel

“Bienvenido, hijo mío: bienvenido a la Máquina.

¿Dónde has estado? Está bien que sepamos dónde has estado.

¿Qué es lo que sueñas? Está bien que te digamos qué soñar.

Así que: bienvenido a la Máquina”.

Roger Waters, “Welcome to the Machine”, 1975.

Las aún colosales empresas editoriales, musicales y cinematográficas -y sobre todo los participantes más grandes y menos dinámicos de cada una- descansaron demasiados años sobre una matriz que en los hechos ya no existe.

En el pasado, para producir, reproducir y distribuir una obra (sea un libro, un álbum, o una película) hacía falta una enormidad de recursos materiales y financieros a la mano, y una organización gigantesca y lubricada para sostener el funcionamiento de la maquinaria.

La Revolución Digital -que ayuda a simplificar los procesos, reducir costos, incrementar el control sobre la gestión, aumentar exponencialmente la eficiencia y maximizar las utilidades- termina de pronto con un esqueleto fatuo, al tornarse más o menos marginales los gastos de elaboración, e innecesario el sustrato físico en la replicación y en la logística de distribución. Ya desde la invención de la radio -el primer medio de masas intangible- es posible imaginar una circunstancia donde se exime a la audiencia de cualquier desembolso por inviable; la televisión lo entiende desde el principio, y hace su negocio mejor que la radio con pingüe fortuna.

La naturaleza inmaterial de la distribución significa la superabundancia de la oferta (potencialmente infinita) y su ubicuidad, además de la inversión en la modalidad de consumo (el espectáculo va hacia los espectadores, hacia su intimidad misma).

Los propios productores de contenidos (bienes de consumo no durables virtuales), lejos de censurar a los incipientes sistemas de grabación caseros, alientan a los usuarios a guardar registros domésticos (bienes de consumo durables no sujetos a depreciación ni agotamiento) en cintas y casetes de audio, y luego de video.

¿Qué cambia desde entonces (no hace tanto) para justificar el revuelo?

La digitalización de la información -cifrarla en números- implica un salto en el progreso de la civilización equiparable con el dominio del fuego, o con invenciones como la agricultura o la escritura; permite vigilar y controlar una inmensidad de procesos hasta extremos sorprendentes.

La Medicina, la Física, la Estadística, la Criminología, no son las mismas después de incorporar a la informática como herramienta de investigación; al mismo tiempo, florecen disciplinas nuevas o antes insignificantes.

Internet es, en rigor, la transformación impensada de un desarrollo militar cuyo objetivo primario es la creación de un sistema redundante de comunicaciones entre dos o más estaciones en caso de catástrofes -bombardeos nucleares, para ser claros- a través de cualquier medio disponible.

Cuando la comunidad científica (universitaria, sobre todo) vislumbra el potencial de una tal red para el intercambio de conocimiento, sobreviene su expansión global.

La llegada de la informática digital a casi todos los ámbitos con el advenimiento de la “red de redes” implica la necesidad y la obligación de alterar de raíz a la mayoría de los paradigmas preexistentes, porque todo cambia, aunque algunas cosas permanezcan inmutables.

La resistencia de los gigantes a ese cambio es tan vigorosa como inútil; tiene la morosidad de las viejas leyes para adaptarse a los usos, y los reflejos de un animal moribundo.

El desarrollo de la mayor parte de los soportes para la información es propiciado por las mismas industrias que ahora reclaman su limitación, gravado, censura o eliminación; lo que en un principio consolida el oligopolio, con el devenir engendra la “democratización” descontrolada de esos mismos medios.

La diferencia entre el melómano solitario que graba audiciones de radio o de TV en las viejas cintas magnéticas y el que lo hace en discos o dispositivos de memoria electrónica es cuasi nula.

Lo que cambia es la facilidad para acceder a los contenidos y almacenarlos para el consumo personal; lo que no llega a transformarse es el modelo de negocio que permitía conseguir utilidades enormes de la difusión de esos contenidos y ya no.

¿Por qué los cancerberos de los derechos de la propiedad intelectual se ensañan con pequeñas compañías capaces de conseguir sólo beneficios marginales, mientras monstruos ciclópeos de la copia se agrandan sin mella?

Hacia octubre de 2006, YouTube -una empresa con 70 empleados que a algo más de un año de nacer se sale de madre con más de 2.000 millones de visualizaciones diarias y picos de 7.000 millones, en tanto enfrenta centenares de demandas legales- no vale un centavo según los expertos bursátiles, acorralada en un laberinto formidable.

Ese mismo mes, Google, Inc. la compra en 1.650 millones de dólares: rápidos de reflejos, los inversionistas anticipan el negocio y cierran acuerdos con los querellantes más poderosos para una convivencia pacífica y provechosa para todos.

Como siempre sucede, los negocios -y no está mal que así sea- se anteponen a las normas y las adecuan a sus propósitos.

Quizás una discusión para un futuro menos polémico sea la de la propiedad de la idea original y del valor mismo de la originalidad, sustentadas en una lógica de novedad relativa y artificialidad absoluta.

El dueño de una idea (no importa si es o no el autor) es su propietario exclusivo y, por lo tanto, la idea pasa a ser un bien escaso desde el momento en que el poseedor dispone el uso y disfrute de ese bien.

Esta concepción se contrapone con los principios y reglas de juego de la economía política tradicional, pero es funcional a los intereses de la industria de la propiedad intelectual.

La informática digital no sólo vuelve intangibles a los bienes, sino que además impide, con muy pocos recursos involucrados, su identificación efectiva.

Una obra cualquiera, digitalizada, puede convertirse sin dificultad en un caos irreconocible que eventualmente se reconstruirá sin pérdida si se tienen las herramientas adecuadas.

Si la Justicia es justa y las leyes precisas, los directivos de la hoy cerrada MegaUpload, aparatosamente enjuiciados y sentenciados en 2012, deben estar en libertad.

Al fin y al cabo, las responsabilidades que se les señalan les caben también a los creadores, desarrolladores, fabricantes y vendedores de los dispositivos y medios que posibilitan las copias, a los proveedores de servicios de Internet que permiten la difusión indiscriminada de información a través de la red, y así.

Ello sin contar que lo que en efecto se transmite y replica compone -de no mediar cierta fe sibilina- apenas una secuencia enredada de impulsos discretos que, en sí misma, no es ni audio, ni imagen, ni texto, ni números, ni nada.

 

La digitalización de la información -cifrarla en números- implica un salto en el progreso de la civilización equiparable con el dominio del fuego, o con invenciones como la agricultura o la escritura.