A PROPÓSITO DE LAS PRESENTACIONES DE LIBROS

La escena imposible

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Estanislao Giménez Corte

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I

Una vez, hace muchos años, asistí accidentalmente a la presentación de un libro de poesía. Yo era un imberbe pero había leído algunas cosas y tenía cierto interés incipiente en unos pocos libros y autores. Recuerdo que, en su inicio, la presentación corrió por los carriles acostumbrados: a derecha, elogios desmesurados al autor; a izquierda, bocaditos cuya constitución química era un insondable misterio; alrededor, amigos, parientes y allegados del elogiado autor que nunca habían leído, ni leerían nunca, nada suyo; más allá, ofrecidas copias del libro, como esperando la mano salvadora que decida cargarlos.

La tertulia se abría a gentes diversas y el murmullo ganaba los rincones cuando giró bruscamente: algunos de los presentes fueron invitados a leer las poesías del sujeto en cuestión. Entonces sucedió algo raro, algo que yo no había sentido antes, algo que derivó en una suerte de persistente y tierno rechazo a los acontecimientos de este tipo. Ese día fui testigo, una vez cortado el bullicio por voces metálicas, una vez ingeridos los lisos al alcance, de un rompimiento, de un quiebre en el decurso social de la ocasión (digámoslo así), de lo que en mi imaginación sería un corte apurado y nervioso de manos principiantes sobre la cinta celuloide. Fui testigo, la primera de muchas veces, de esta acostumbrada pretensión de imponer, a una picada ocasional, a una reunión social, un cierto rictus solemne y severo que a todas luces iba a fracasar, aquella vez, y que fracasa, todavía hoy, sufriente ejercicio de querer sacar a las gentes de sus sitios para llevarlas adonde no quieren ir, en el momento menos oportuno.

Un absurdo originario teñía toda la escena de entonces: como un gesto fuera de lugar y de tiempo, como el de alguien que grita eufóricamente en un velorio. Una disociación, una escisión, una separación entre ámbitos disímiles, sucedió y se hizo notable, casi tangible, evidente a cualquier espíritu atento. Un hueco, una fosa se abrió apenas pronunciada la primera línea, y las otras la ensancharon. Uno, el ámbito de los que leían, parecía artificioso, aparatoso, pesado. Todo lo contrario sucedía hasta segundos antes entre quienes, ignorando olímpicamente las bondades de la obra en cuestión, se abandonaban al diálogo y éste fluía como un arroyo. El deseo de incrustar, de repente, en un ámbito no acorde, entre tubos fluorescentes y tablones, entre mujeres pintadas por demás y hombres colorados por el vino, a lo poético o a la poesía; el ansia de pretender que en un segundo la magia y el ritmo de las palabras tomaría las cortinas y rebotaría en las paredes para conmocionar a las gentes surtía, a todas luces, un efecto de instintivo rechazo o desinterés supino. Fui testigo, esa primera vez y tantas otras, de esa manía de arrastrar pesadamente las cosas, que sigue repitiéndose como una falla en el sistema que todos conocen pero nadie atina a corregir.

II

Es necesario decir que ese quiebre, suerte de desfase que ocurre en la mayoría de las presentaciones de libros, parte de un problema estructural insalvable: el hecho de querer representar textos, leerlos, ante unas personas que se hallan en otro sitio, con otro espíritu o ánimo, esperando otras cosas. Así, sacrificados, los textos desnudos son llevados fríamente a una instancia en la cual se estrellan inobjetablemente contra la pared o se dispersan en el aire. Arrancados de la página, arrojados a una empresa casi imposible, sufre una mutilación y se desvanecen.

Aquella vez los lectores se esforzaron muchísimo por dotar a las poesías del autor de una entonación exagerada y grave, y acompañaron la lectura con ademanes igualmente exagerados, y actuaron afligidamente los textos. Pero eso, menos que bello, se antojaba grotesco, caricaturesco. Aparatosamente, ampulosamente, se quería convencer a los presentes de la magnitud de rimas y metros. Cualquiera fuese la mensura de esa obra, ello no iba a ocurrir en ese momento, ni en ese lugar.

En el caso de la poesía, si los asistentes no pueden al menos seguir los textos con su propia copia, se les exige algo casi imposible: que se sientan “tocados” por un texto que nunca leyeron, interpretado o leído por una persona que nunca vieron, de un autor que no conocen. Ese efecto inmediato puede suceder con una melodía o con un parlamento trágico, pero es extremadamente difícil que suceda con un texto. La música puede sortear esas distancias, la actuación también, la pintura también: la palabra impresa no. El efecto “empático” (por decirlo así) de la música o de la pintura, su velocidad y facilidad para la seducción instantánea, no son equiparables a lo textual. El problema es siempre el mismo: la lectura de una poesía o de una novela o de un ensayo requiere un espíritu acorde, un tiempo, una intimidad que no está en estos episodios. Exigen una concentración o un conocimiento, una disposición que raramente o jamás se puede extrapolar a un evento colectivo, de súbito.

III

El arte, el arte literario, cualquier cosa que ello signifique, pareciera ostentosamente ausente en estos encuentros, que sirven para el diálogo, o para la publicidad, o para la diversión, pero no para otra cosa. No habría ningún problema con ello, a no ser porque en cierto momento de la noche se quiere justificar la comilona, el alquiler del salón, el movimiento físico y el traslado de los asistentes, con una lectura impuesta y obligatoria, con la obligatoriedad de este pequeño sacrificio o tarea.

Es justo decir que quizás todos los presentes a aquél y a todos los eventos de este tipo sean excelentes lectores, el problema es que no lo son ni lo pueden ser en ese momento ni en ese ámbito, porque la propia aglomeración conspira contra ello. En rigor de verdad, como sabemos, a las presentaciones de libros casi nadie va por el libro ni por el autor. Muchos asistentes responden sólo a una simpatía personal con el autor, pero no con su obra, que no van a leer nunca, ni les interesa. Es importante, además, entender que leer un texto no es lo mismo que escuchar un texto. Esto último, con pretensiones de interpretación, es una operación bastante exigente, que casi nadie quiere emprender en ese momento, ni tiene porqué hacerlo. De modo que la lectura, finalmente, semeja una suerte de aparatosa música de fondo, molesta y aburrida, cuya finalización todos esperan con ansiedad. Como si se tratara de un necesario sacrificio para que cada quien siga con lo suyo. A esta dificultad de procedimiento se suman las dotes naturales del orador o lector. Pero, una vez más, un orador extraordinario no necesariamente es un lector extraordinario. El problema estaría entonces no en las presentaciones de libros, sino en la insistencia a que en estas presentaciones se lea. Hay otras formas: musicales, teatralizadas, multimediales, etc. Todas son mejores a las tradicionales. En cualquier caso, otras artes son más proclives a la posibilidad de forjar o modificar el clima imperante que el hecho de que un tipo se ponga a leer, como a destiempo, en medio de una fiesta. Una conferencia, una exposición, un diálogo abierto, bien podrían resolver el problema. Pero no leer.

IV

La paradoja de las presentaciones de libros, pero a la vez una suerte de solución pragmática, sería que en éstas se hablara lo menos posible sobre el libro y que, en la medida de lo esperable, no se lo leyera. De hecho, si forzamos un poco esta modesta proposición, la ausencia propia del libro (como objeto físico, como nombre, como marca) no va a importunar a nadie, tampoco. Y, pensándolo bien, quizás se podría prescindir también de la presencia del autor. Así, sin ninguna alteración al curso normal de cualquier reunión colectiva, sin presentadores, ni lectores, ni críticos, todos y cada uno podrían hablarse amablemente, recordar alguna buena anécdota e inclusive, los más arrojados, emborracharse alegremente o conseguir un amor.

Luego, más tarde, otro mes, otro año, en otro lugar, en otro momento, solos o con otra compañía, con otro espíritu, con otra luz, con o sin sonido, algunas de estas personas quizás se interesen realmente, verdaderamente, hondamente por el libro en cuestión y lo lean, que es, como sabemos, una práctica extraordinariamente diferente que ir a una presentación de libro y que alguien, alguna vez, por algún malentendido que se nos escapa, concibió como actividades complementarias o consecutivas.

 

Fui testigo, esa primera vez y tantas otras, de esa manía de arrastrar pesadamente las cosas, que sigue repitiéndose como una falla en el sistema que todos conocen pero nadie atina a corregir.

El efecto “empático” (por decirlo así) de la música o de la pintura, su velocidad y facilidad para la seducción instantánea, no son equiparables a lo textual.