A PROPÓSITO DE LA BUROCRACIA. UN RELATO

Sam contra la máquina

Estanislao Giménez Corte

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Todo trámite lleva implícito un cálculo: siempre faltará algo, demorará más, costará más, algo fallará en el trayecto para conseguir terminarlo. foto:archivo el litoral

 

I

¿Hay en el mundo de las pequeñas cuestiones cotidianas, de las ocupaciones marginales que devienen a veces en urgente epicentro, cosa más desesperante que hacer un trámite? No digo cosa más grave, no digo cosa irreversible, no digo necesariamente dolorosa. Digo desesperante. Desesperante como una categoría de cosas más o menos irrelevantes que, sin embargo, en algún sitio de nuestro sistema nervioso, en algún momento de nuestra cotidianidad, impacta sobremanera sobre nosotros: choca en alguna curva con alguna arteria, o con la pared de algún hemisferio, y despide una adrenalina pesada, un humor hosco que corroe internamente la línea de los labios y de los ojos, que baja bruscamente a los pies y los brazos, que hace curvar un poco la espalda. Estos mínimos episodios, repetidos, oscurecen con su manto fragmentos del día o espesan el aire de nuestro ánimo. Ahí está ese cansancio: en esa pregunta por los papeles que llevamos a la mano y en esa otra pregunta por los que nos faltan; en esa acumulación de gentes en pequeños espacios y en las otras que nos obturan el paso; en esa atención exasperada del trabajador al otro lado del mostrador, que nos inquiere o nos evade. Esas situaciones lentas (en expectación), detenidas (en transición), forjan un cansancio de no hacer, un agotamiento de no avanzar. Vienen de errados pasos intermedios, extraviadas etapas, escondidos rincones que por fin, atravesados, nos permiten suspirar y salir pero esencialmente respirar.

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II

Hay un cálculo que todo trámite lleva implícito, y que el sujeto que entra como derrotado a las casas matrices, cansado a las dependencias, a los departamentos, afligido a los ministerios, a las sucursales, hace, aun instintivamente: siempre faltará algo, siempre demorará más, siempre costará más. Fatalmente algo fallará en el trayecto. Sucedidas las cosas, no tendremos respuestas, o éstas nos costarán otra mañana, o éstas llegarán sólo para hundir nuestra carpeta en el foso en el que duermen las bellas utopías.

Al recorrer el espanto de las administraciones, munidos de papeles, vamos como en liviana procesión al patíbulo de los formularios, sometidos a una estructura como de hierro que allí está, pétrea ante nosotros, blandos y débiles humanos. Nada más agobiante, entre las marginales cuestiones que devienen urgencias cada tanto, entonces, que hacer las colas en las mañanas, y al regreso en las tardes, procurando que la firma que falta esté sobre el papel; y que la forma A18 se ajuste a la norma C3; y que el sello que debería tener la cuarta copia haya sido puesto por el funcionario octavo, que la necesita para llevarla a la decimocuarta dependencia, de la cual depende su aprobación por parte del subdirector de gestión de cargo, a revisión de los papeles en trámite, cuya instancia necesariamente posterior es que éstos ingresen por puerta lateral en la circunscripción séptima así es elevado a las altas esferas.

De allí, de esas alturas, si los dioses se nos apiadan, descenderá alguna vez nuestro papel, ágil como un ave, o roto como un ave disecada, e irá hacia una oficina innominada desde la cual será ungida con una forma. Y entonces quizás, con un sello arrebatado de las fauces del sistema, rescatada, nuestra carpeta de impunes manos anónimas que la manosean lentamente (y le introducen trazos en birome o le señalan falencias y abundancias), llegará cansadamente a nosotros, devuelta, liberada como átomo del sistema, ladrillo a ser reemplazado, para volver a ser nada. Sólo un papel del cual ya no dependemos.

III

Varios clásicos dijeron tan bien y tan universalmente lo anterior. Referencia ineludible que cae como un golpe de yunque, hay dos nombres vueltos adjetivos, transformados en mitos: lo kafkiano, uno. Lo orwelliano, otro. Uno refiere, más o menos precisamente, a la existencia de supraorganizaciones que aplastan al individuo, sumido éste en el desconocimiento de la naturaleza de éstas o en su imposibilidad para acceder a una explicación, al menos; otro, más o menos genéricamente, señala la existencia de supraorganizaciones que vigilan, que controlan, que castigan, que persiguen. En ambos casos, ante el temor manifiesto del individuo, aquellos órganos, a lomos de una lógica propia, un tanto ajena a la de lo humano, funcionan en tanto sistema, en tanto trayecto, en tanto impedimento; funcionan como mole, como secreto, como poder, como traba, como letanía. El hombre, empequeñecido, dominado por los resultados de su propia creación vueltos sobre él, como el caso del aprendiz de brujo, apenas observa esa dinámica, trama inexpugnable e imposible y se rinde, echado a la suerte.

IV

“Brazil” es una película de Terry Gilliam, de 1985. Pueden caberle perfectamente, como a otras producciones artísticas, aquellos dos adjetivos: es kafkiana y orwelliana. Describe a su modo la lucha de un sujeto: un sujeto cuya conducta se sale un poco de una lógica de granito, cuadrada, lineal: la de un sistema opresivo “que no puede equivocarse” (clara metáfora del totalitarismo). Pero el sistema falla y un hombre, por ese error, es involucrado en un episodio delincuencial, es acusado y es muerto. Este error dispara en el protagonista sentimientos latentes sobre la inconcebible naturaleza del sistema que él representa y al que pertenece: el burócrata se ve aturdido: los deudos del muerto nunca accederán a una explicación, nunca podrán hacer su descargo, nunca podrán decir a nadie que él era inocente.

El sistema, automatizado, estúpido en su mecánica ciega, ve en él una amenaza, una desviación: lo perseguirá, querrá castigarlo, reprenderlo, asfixiarlo. Él sueña con huir. Sueña con un sitio en que ese sistema rígido no pueda alcanzarlo. Aunque parezca inocente o torpe en su ternura ¿quién no se ha sentido alguna vez, aunque mínimamente, como el personaje, Sam Lowry (interpretado por Jonathan Pryce)? Ahora, esa ensoñación recurrente, a la que nos abandonamos una o diez veces al día, necesaria ante el concreto mostrador; ese anhelo de otredad; esa canción que recordamos frente a la carpeta de formularios; esa imaginación de la noche próxima frente al espantoso aburrimiento y a la violencia de los estamentos ¿no nos salvan un poco de la pavura ante el estrecho límite del pasillo y nos permiten sortear esas pequeñeces? ¿no nos refresca la espalda la imagen del agua del mar que traemos encima, en la tarde bochornosa de enero, al entrar en los tribunales? Pero esos planos, alternados (el denso trajinar por oficinas, el pensarse libre corriendo al sol), ese conflicto intestino entre lo que debemos hacer y lo que imaginamos como su opuesto ¿no se hacen, finalmente, necesarios en nuestra constitución, suerte de balance más o menos parejo de imaginación y razón? ¿y cuál de las dos se termina imponiendo, en tu caso particular, lector? ¿lo has pensado, alguna vez?

Al recorrer el espanto de las administraciones, munidos de papeles, vamos como en liviana procesión al patíbulo de los formularios, sometidos a una estructura como de hierro que allí está, pétrea ante nosotros, blandos y débiles humanos.