Berlín

Berlín tiene cualidades como para ser recortada en el imaginario de hoy como la “Capital de Europa”. La sombra siniestra de los dramas vividos otrora aparecen como documentos visibles de un ayer superado, en la cultura humana de un país, una nación montada tras los delirios de poder y supremacía de una supuesta raza superior. Hoy lucía bella, previsible, exhibiendo un panorama social modélico.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA

Berlín

Alte Museum.

 

La mítica Berlín se abría a mis ojos. Desde el increíble elevador de la estación de trenes, propio de una escena de ciencia ficción, iba observando el trajinar de la gente de paso, sin tumultos, sin atropellamientos.

Calles y avenidas escoltadas por hileras de altos tilos recién verdecidos daban un aire especial a la ciudad, mostrando la conjunción de belleza de la naturaleza y prodigios de la inteligencia urbana. El largo recorrido por la Avda. 17 de Junio, cuyo cartel indicador en letras góticas estampadas en letrero de metal enlozado denunciaba su “ayer”, me llevaba hacia la “Puerta de Brandenburgo”, hacia “Postdamer Platz”, a caminar lentamente por la Avda. Unter der Linder, esa trajinada vía por la que las Juventudes Hitlerianas marchaban al son de redoblantes. En el camino, sobre la Avda. 17 de Junio, el imponente monumento al “Soldado desconocido”, erigido por el dominio soviético en homenaje a los 2.000 soldados rusos caídos en la toma de Berlín.

Estaba en la parte oriental de la ciudad otrora dividida. La unificación, la “Caída” del Muro no significó una “política de tierra arrasada”. Bien lo mostraba el monumento. En nuestra patria la destrucción de monumentos y esculturas se vivió, en los ‘50, como gesta libertaria. Una de las tantas miserias de nuestro revanchismo político que nos tipifica.

Pero volvamos a Berlín. El “Tiergarten”, enorme jardín arbolado, con lagos artificiales, senderos y jardines en el corazón de la capital germana dan cuenta del pregonado “Volver a la naturaleza” real. Es sencillamente magnífico. La llamada isla de los Museos reúne a varios de ellos, próximos a Postdamer frente a la cual se erige el colosal edificio de la firma Sony, todo un prodigio de la arquitectura del futuro.

En el “Pergamon Museum” la reconstrucción del altar sagrado de Pergamo, existente en la Grecia pre-clásica a escala real para adosar los sobrerrelieves originales esculpidos en mármol. Una lección de maestría artística incomparable.

La discusión sobre quiénes son sus reales dueños nunca se ha zanjado. Lo cierto es que esta apropiación, durante el siglo XIX, permitió que aún existan. En el “Bode Museum”, la mítica cabeza de la emperatriz egipcia Nefertiti custodiada por una urna de cristal miraba al infinito de los tiempos. Los visitantes miraban extasiados. Los bajo relieves en piedra negra de las culturas de Asiria, tantas veces entrevistos en los libros de historia, están ante mi conmoción. Estático, miraba convencido de que la construcción simbólica, hecha a través del arte visual, define y rotula la historia de los pueblos más allá de cualquier aventura propia del mercadeo a la moda. La Iglesia de Santa Brígida parecía custodiar la eternidad desde sus columnas y bóvedas.

Viniendo desde el Reichstag, impresionante manifestación del poder político, reconstruido y cita obligada, atravesé el Memorial del Holocausto. Hileras de bloques de cemento, geométricos y de distintas alturas, señalaban sin placas, chapas o recordatorios escritos, el homenaje mudo, conmovedor, lejos de cualquier cursilería. Es y seguramente será un símbolo de los tiempos aciagos.

Desde Adenauer Platz hacia el palacio de Charlottenburgo, larga y pintoresca caminata. En el Palacio, una réplica al modo de Versalles reducido con bellas colecciones de porcelana china de época de los kaiseres. Un guardián de sala, chileno exiliado desde los tiempos de Pinochet, me permitió hablar la lengua madre como una suerte de respiro a tanto “sprechen deutsch”.

A la distancia se visualizaba la torre con la imagen de la Victoria alada, dorada, señalando el cruce de avenidas y los cuatro puntos cardinales. Desde más de un kilómetro, se recortaba enhiesta contra el horizonte. El camino de vuelta sobre la Avda. Kur-Fur-Damn, una manifestación de los palestinos con sus pancartas y consignas reclamando por un lugar, su lugar, me detuvo.

Adherí a sus proclamas. Atravesando hacia una calle lateral, dos meninas, como salidas del cuadro de Velazquez me cruzaron. Eran dos hombres travestidos. A un ocasional transeúnte le pregunté si era un desfile de carnaval. Nada sabía. Continué por el mismo camino hasta que me topé con una manifestación de otros tantos reclamantes, travestidos muchos. La manifestación, a modo de concentración, música y cerveza incluidos, respondía al pedido de libertad por otro compañero preso en una ciudad del Este. Al solicitar mi adhesión me identifiqué como turista extranjero no europeo. Mi firma no convalidaba nada. Me tomé una fotografía con ellos como recuerdo de lo vivido.

La casa museo de la artista símbolo del Expresionismo Alemán de principios del siglo XX Kate Kollowitz me introdujo en otro espacio. El del drama de la creación artística en el marco persecutorio del “arte degenerado” según la política oficial de esos tiempos.

SORPRESAS, ANTES DEL REGRESO

La excursión para visitar Sans Souci, refugio del Kaiser en Postdam, me deparó sorpresas. Olvidé el abrigo en el portaequipajes del ómnibus que nos fue mostrando distintos lugares con sus referencias sociales-históricas. Al llegar a destino la advertencia del guía fue: “en una hora emprenderemos el regreso”. Encandilado, me demoré más de lo previsto, solo diez minutos. El vehículo había partido. Luego de idas y venidas, preguntas aquí y allá, alguien me indicó qué ómnibus regular me llevaría al centro de Postdam. Hasta la estación del ferrocarril suburbano hacia Berlín, distante dos horas de tráfico regular. El motorman, a puro gesto, me indicó que el ticket lo obtendría hacia el medio del pasillo. Por mi parte, nada de alemán como para seguir indicación alguna. Me salvaron, sin saberlo, unos pibes, catalanes ellos, turistas bilingües.

Una pareja de adustos ciudadanos locales miraban la escena mientras el coche andaba. el señor intentó explicarme qué debía hacer al llegar a la estación del ferrocarril. Después de muchos intentos, repito con energía: “¡Green!, ¡green!, ¡seven!, ¡seven!. Yo interpreté: “Boletería verde, casilla siete”. Así fue, en efecto. Llegábamos a Berlín. Mi memoria visual me ayudó a descender más o menos cerca del inicio de la aventura. Una gentil empleada me indicó que el ómnibus de la excursión ya había partido para su estacionamiento regular. Me dijo que volviera al día siguiente. Lo hice puntualmente. Con una sonrisa, me dijo: -¿Es este su abrigo?. Era. Le agradecí calurosamente. Ella se ruborizó un poco.

Entré en una iglesia luterana. Quería conocerla por dentro. Nada de imágenes. En un rincón solo la de Martín Lutero, el reformador. Con rumbo para conocer el promocionado Museo de Arte Erótico llegué caminando hasta el barrio de asiento de la numerosa inmigración de origen turco. Comparado con mis trabajos, lo que vi fueron casi angelicales. Prometí mandarles un CD con reproducciones de mis trabajos.

La visita a la Baus Haus me llevó largo rato. Valía la pena y con creces. La larga semana en Berlín no fue suficiente; quedé literalmente encandilado. Volvería con gusto una y otra vez a ese lugar. Luego de 40 días, mi periplo tocaba a su fin. Un impecable vuelo Berlín-Frankfurt-Buenos Aires me trajo de vuelta. Desde Ezeiza hasta Retiro, un complicado traslado. Aeroparque tenía cancelados servicios. Hacía frío, garuaba. Estaba en mi patria.

La casa museo de la artista símbolo del Expresionismo Alemán de principios del siglo XX Kate Kollowitz me introdujo en otro espacio.

Berlín

Puente de conexión en la “Isla de los Museos”. La cúpula pertenece a la Iglesia Basílica de Santa Brígida.

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Avenida arbolada a ambos lados y en el cantero central, con edificios de acero y cristal.