Crónica política

Un país para todos o un país para pocos

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por Rogelio Alaniz

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“La tradición no se hereda, se conquista”. André Malraux

La resolución de la crisis política argentina abierta hacia 2015 estará sometida a las vicisitudes de la interna peronista. A la señora la sucederá Scioli, Massa, Uribarri o alguien parecido. Todos los indicios apuntan en la misma dirección, pero por sobre todas las cosas cumplen la función de lo que se conoce como autoprofecía cumplida. Si todos nos ponemos de acuerdo en decir que inevitablemente el peronismo sucederá al peronismo, a nadie le debería llamar la atención que así suceda.

Entiendo que los peronistas alienten estos pronósticos, me cuesta más entender a los no peronistas sumándose a una profecía en la que ellos no tienen arte ni parte, profecía que al cumplirse incluye la desaparición o la reducción a su mínima expresión de todo intento opositor que merezca ese nombre.

Quienes, como se decía en otros tiempos, peinamos canas, no necesitamos forzar la memoria para reconocer el texto y el montaje de una película que vemos casi desde los tiempos del cine mudo. Que el país sólo puede y debe entenderse desde el peronismo es un enunciado que hemos vivido como comedia y como tragedia, fatalidad y destino, maldición y buenaventura.

Hace como cuarenta años, tal vez más, lo escuché decir algo parecido a Rodolfo Puiggrós en el aula Alberdi de la Facultad de Derecho. Después los leí a Abelardo Ramos y a Arturo Jauretche y una noche en una asamblea barrial, un cura tercermundista de entonces dijo algo parecido, con ese clásico tono pastoral que suelen emplear algunos sacerdotes para afirmar verdades políticas que no pueden probar pero que sostienen la firmeza de un dogma, valiéndose para ello del prestigio que les otorga su condición de sacerdotes.

Para esa misma época, Pino Solanas afirmaba lo mismo y su discurso de entonces se ensañaba contra la ciudad de Buenos Aires calificada de factoría y ciudad puerto con habitantes cuyos ojos miran sin pestañear a Europa. Ocurre que a veces la historia se complace en brindar lecciones. A Solanas, por ejemplo, el destino lo colocó en el único lugar donde tiene votos: Buenos Aires, la ciudad en la que, al decir de él, hasta las estatuas son sospechosas.

En los tiempos de Cámpora un grupo de intelectuales que siempre respeté, planteó en clave gramsciana que la lucha de clases en la Argentina se expresaba en el interior del peronismo, y que cualquier intervención política que se quisiera hacer, debía tener en cuenta este dato original de la realidad nacional. Ernesto Laclau aprendió esos conceptos al lado de Jorge Abelardo Ramos. Con todo respeto creo que son las únicas y exclusivas verdades que aprendió en serio, porque en Londres lo que hizo luego fue adornar las intuiciones de Ramos con el brillo retórico de las ciencias sociales.

Si nos proyectamos hacia el pasado, vamos a descubrir que en los orígenes mismos del peronismo están latentes estas verdades constitutivas de su identidad política. Básicamente lo que se sostiene es que el peronismo es todo y lo demás es nada. Esta afirmación podrá relativizarse, suavizarse en algunas circunstancias, pero reaparece pujante y bulliciosa en cada coyuntura. Las consideraciones teóricas o el empleo de algunos conceptos podrán diferir con el modelo original, pero en lo fundamental no hay peronismo sin esa visión totalizadora o totalitaria del poder.

Los peronistas a estas verdades las saben y en la mayoría de los casos están muy internalizadas en su cultura política. Curiosamente los que las ignoran o no se atreven a hacerse cargo de ellas hasta las últimas consecuencias son los no peronistas, siempre temerosos de ser acusados de gorilas, vendepatrias o cipayos, lábiles categorías inventadas por el peronismo para desarmar ideológicamente a sus adversarios.

La afirmación de que en la Argentina sólo el peronismo puede resolver los problemas de la Nación es una afirmación ideológica, interesada y, por supuesto falsa. Que sea eficaz no quiere decir que sea verdadera y, mucho menos, justa. En los últimos treinta años se ha demostrado que cuando se supo construir una propuesta interesante, la sociedad acompañó a esos candidatos.

En las principales ciudades del país, el peronismo no gana y cuando lo hace debe poner al frente candidatos que durante toda la campaña electoral se preocupan en afirmar que no tiene nada que ver con el peronismo “de antes”. Sin ir más lejos, en la provincia de Santa Fe, provincia moderna, con economías regionales fuertes, recursos humanos sólidos y cultura de inmigración, el peronismo ha sido derrotado y en su mítica capital nacional, es decir, Rosario, no gana desde 1983.

Hechas estas consideraciones, digo a continuación que el peronismo es un protagonista genuino de la cultura nacional. No llegó a estas costas en una nave espacial ni fue una flor exótica. El populismo, la demagogia, el obrerismo y el autoritarismo no los inventó Perón, aunque se valió de esas tradiciones para construir un formidable dispositivo de poder en clave militar.

Ignorar al peronismo, desconocerlo o subestimarlo sería necedad o tontería, pero una cosa es admitir la legitimidad de su presencia política y otra, muy diferente, es resignarse a aceptar su vocación totalitaria, o a considerar que la única manera de ser argentino es adherir a la causa del movimiento nacional que no es ni sectario ni excluyente, siempre y cuando se acepten sus postulados.

Se supone que si la Argentina quiere ser un país digno de ser vivido debe asegurar que haya lugar para todos. No hay democracia sin pluralismo, tolerancia política, Estado de derecho e instituciones que funcionen como es debido. Tampoco hay democracia sin ciudadanos, y si a algunos esa palabra le parece demasiado formal, digamos que no hay democracia sin hombres libres, personas decididas a tomar decisiones por su propia cuenta, es decir personas con la educación política mínima como para interesarse en la cosa pública, interés que sólo se puede hacer efectivo si se dispone de recursos materiales y morales para intervenir.

No hay sociedades abiertas con proyectos políticos de poder fundados en caudillos que deciden en nombre de todos, o caudillos a los que hay que escuchar sin discutir. Distribuir la riqueza es una consigna justa, siempre y cuando se diga cómo producir esa riqueza, una exigencia que el populismo desprecia o ignora. Asimismo, no es posible hablar de distribución de la riqueza, si antes no se resuelve la distribución política del poder.

No hay sociedades igualitarias sin deliberación pública. Las jerarquías existen, las diferencias también y el poder es una realidad que no se puede ignorar, pero la aceptación de estos datos no significa someterse a ellos o renunciar a la necesidad de ponerles límites y controles.

Se trata, en definitiva, de devolverle a la racionalidad los fueros extraviados en la densa maraña de los mitos populistas. Las pasiones existen, las conductas irracionales siempre están presentes, pero una cosa es reconocer tensiones y pulsiones y otra muy diferente es someterse a ellas, adornarlas con ropajes ideológicos o manipular a las masas movilizando sus pasiones atávicas.

La política no puede reducirse a la administración, como dicen Scioli o Massa, porque uno de sus objetivos es pensar lo social en tiempo presente y futuro, pero tampoco merece consumirse en las llamas de las ideologías o en la pulsión estéril de las utopías. Entre la sumisión a la realidad a través de la administración y las exigencias anacrónicas de utopías estériles, hay un ancho camino para las reformas políticas, la resolución satisfactoria de los problemas del presente y la elaboración de estrategias hacia el futuro. Tenemos derecho a plantearnos estos objetivos, pero en las actuales circunstancias, además, hacerlo es un deber, salvo que nos rindamos a los brazos extenuados y achacosos de la resignación y el fatalismo.


La política no puede reducirse a la administración, como dicen Scioli o Massa, porque uno de sus objetivos es pensar lo social en tiempo presente y futuro.