Crónica política

De Lastiri a Echegaray

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“Todo lo que hice fue para la felicidad de mis hijos”, Lucky Luciano.

 

por Rogelio Alaniz

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Ricardo Echegaray, el temible y exigente recaudador de la Afip, le regaló a su hija un auto que, según los entendidos, vale 260.000 pesos. “Predicar con el ejemplo”, es la frase preferida del otrora fogoso militante de Alsogaray, hoy devenido en aguerrido soldado de la causa nacional y popular.

“Cuando uno quiere a sus hijos, les da todo lo que les puede dar”, dijo enternecido mientras revisaba los números de su abultada cuenta corriente. Don Corleone podría haber contestado lo mismo pero con una diferencia: la plata de don Vito proviene de su bolsillo, no del Estado. A la hora de evocar padres tiernos, recuerdo que a la hija de Anastasio Somoza se le llenaban los ojos de lágrimas cuando recordaba el día que cumplió veinte años y su padre le regaló un Rolls Royce. “Sos el mejor papá del mundo”, dicen que le dijo la nena a don Tacho. Aristóteles Onassis también era un buen padre. Nunca le dio un beso a su hija, nunca dedicó su valioso tiempo a escucharla, pero sus regalos eran tan costosos y exhibicionistas como los de nuestro titular de la Afip. A Cris, Cristina, no le fue muy bien en la vida con su papito millonario, un papito tan generoso y tan preocupado por la felicidad de su hija que hasta se preocupaba por regalarle maridos para que la nena no se sintiera tan sola. Pobre Cristina.

A Echegaray no se le ocurrió pensar a la hora de pronunciar su frase célebre, que la pregunta que le hacían los periodistas destituyentes, no era al padre sino al titular de la Afip, es decir a un funcionario público que debería dar lecciones de austeridad republicana, si es que alguna vez oyó hablar de algo parecido. Tampoco se le ocurre pensar que regalarle a una chica de dieciocho años un auto caro no es lo mejor que puede hacer un padre por su hija. Como se dice en estos casos: “Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”. Y, efectivamente, hay que disponer de carencias afectivas muy grandes para suponer que lo mejor que le puede dar a su hija, es un auto de alta gama.

Al respecto, no hace falta leer a Florencio Escardó o a Eva Giberti, para sospechar que las riquezas que un padre debe darle a los hijos son de otro tipo y suelen no cotizarse en el mercado automotor. Confundir el afecto o el amor con la cotización de los mercados es un lujo que no debería permitirse el funcionario de un gobierno nacional y popular. Tampoco se lo debería permitir un padre que, efectivamente, desea para sus hijos que en primer lugar sean personas libres, decentes, solidarias. Si un regalo es un gesto, un testimonio, una demostración de cariño, sólo un mutilado afectivo o un alienado puede identificar esos sentimientos con un auto de alta gama.

Si educar es transmitir valores, con su acto Echegaray nos ha dicho de sí mismo lo fundamental, lo más importante. “Así soy yo, esto es lo que siento, esto es en lo que creo y esto es lo que valgo”, pudo haber dicho, mientras le explicaba a su hija a qué velocidad conviene hacer un rebaje de cambio. Pobre Camila. Tan rica y tan pobre; tan exitosa y tan sola; tan inocente y tan culpable.

No sé por qué motivos, cuando me enteré de la anécdota de Echegaray, recordé de inmediato a Carlos Menem, la Ferrari que le regaló la empresa y de la que se negaba a desprenderse. “Es mía, es mía”, repetía obsesionado. También a la Comadreja de Anillaco le gustaba presentarse como el mejor papá del mundo. Los resultados están a la vista. Para sus hijos lo más caro, pero el itinerario de sus vidas se reduce a un recorte en alguna página de la farándula o un modesto titular en la sección policiales de los diarios.

Pero no hablemos de los hijos, quienes después de todo no son responsables de los padres que les otorgó el destino. El nombre de Menem fue el primero que se me vino a la boca cuando Echegaray decidió hacer de Papá Noel porque, como él, pertenece al linaje de esa burguesía mendaz, guaranga y exhibicionista que supone que llega al poder para enriquecerse y ostentar. Puedo hablar de Menem, pero también podría hablar de Amado Boudou o de Lázaro Báez y, por qué no, de sus patrones o, para ser más preciso, de su actual patrona tan dispuesta siempre a lucir lo más brilloso y lo más caro, a alojarse en los hoteles más lujosos y a exhibir un vestuario que generosamente suma tres años de sueldos de un trabajador. Riqueza fácil, desbordada de mal gusto; riqueza ostentosa, grosera; riqueza de políticos corruptos y ladrones.

Y a la hora de la memoria, sin embargo, fue otro presidente al que recordé con motivo de la proeza ética celebrada por Echegaray esta semana. Se trata de un señor que provisoriamente se sentó en el sillón de Rivadavia para demostrarnos a los argentinos que el peronismo llegó a la historia para darle oportunidades a todos, incluso a los más inesperados. Me refiero a Raúl Lastiri, el yerno preferido de López Rega. Lastiri ya era un hombre que se había destacado en lo suyo bastante antes de la anécdota que terminó por hacerlo célebre. Osvaldo Bayer, por ejemplo, recuerda cuando trabajaba de cadete en un club de Bernal (creo que era Bernal) y todas las mañanas, casi al filo del mediodía, veía llegar a un hombre que lucía traje blanco de hilo, corbata chillona, zapatos acharolados y el pelo tirante y lustroso por la gomina. El tono recordaba a George Raft, una caricatura de George Raft, y si Torres Nilsson a la hora de filmar “Los siete locos” no hubiera acordado con Sergio Renán, muy bien podría haberlo convocado a este caballero para que interpretase al Rufian Melancólico.

Con gestos pausados -un cigarro en la mano derecha que permitía distinguir el ostentoso anillo de oro, y los ojos ocultos por unos sombríos lentes ahumados- el hombre se acercaba a un Bayer jovencito y modesto y le preguntaba casi sin mirarlo: “Pibe, cuando llegan las minas”. Eso era todo. Todas las mañanas se celebraba ese ritual, pero Bayer ignoraba en ese momento que esa suerte de macho latino sería un futuro presidente de los argentinos. Desde entonces, y hasta el instante en que el destino lo colocó en el cargo que en otros tiempos ocuparan Mitre, Sarmiento y Avellaneda, poco y nada se supo de Lastiri. Tampoco se supo demasiado de su paso por la presidencia de la Nación, porque en realidad, su hora más gloriosa, el momento en que, como diría Borges, el destino revela a un hombre cuál es su verdadero rostro, se produjo de manera inesperada.

Esto sucedió cuando periodistas de la revista Gente le hicieron una entrevista al caballero, a quien no se le ocurrió nada mejor que mostrar su selección de corbatas. La entrevista se hizo poco tiempo antes del golpe de Estado de marzo de 1976, y si bien no fue ese episodio grotesco el que precipitó la asonada militar, en su momento fue uno de los escándalos más comentados en un país al que se le hacía cada vez mas difícil soportar a una mujer como Isabel Perón en la presidencia de la Nación.

Lastiri no hizo lo que hizo para desestabilizar al gobierno. Hay que suponer que sinceramente él creía que era importante para él y para su destino exhibir a través de una revista frívola sus logros. Así son las cosas. En la vida hay hombres que se enorgullecen de los libros que han escrito; o los temas musicales que compusieron; o de sus obras de caridad; o de sus aportes científicos; o de la honradez de sus vidas. Lastiri prefirió ser recordado por las corbatas. Como Echegaray eligió ser recordado en el futuro como el amantísimo padre que obsequia a su hija un Audi.

A modo de síntesis. No estoy hablando de corbatas, autos o carreras, estoy hablando de valores y política. Otro sí digo. Reducir el peronismo a la ética y a la estética de Lastiri, Echegaray o el propio Menem, sería injusto, pero también sería injusto desconocer que sólo el peronismo, el célebre hecho maldito del país burgués, es capaz de producir estas historias o estos relatos que están muy lejos de ser excepcionales o anecdóticos.

Confundir el afecto o el amor con la cotización de los mercados, es un lujo que no debería permitirse el funcionario de un gobierno nacional y popular.