editorial

Daños, violencia y responsabilidades

  • El mal estado de los juegos infantiles en un barrio santafesino provocó una dramática situación y dio lugar a conductas alarmantes.

La dramática caída de una nena de la pasarela de un tobogán en el barrio Centenario produjo esta semana una fuerte conmoción entre los santafesinos, y llevó a que la Municipalidad acabara por clausurar ese sector de juegos.

La respuesta oficial ante la interpelación comunitaria apuntó políticas generales en la materia, que suenan atinadas y hasta convincentes: un relevamiento integral del estado de las instalaciones, presupuesto suficiente para el mantenimiento, dificultades para verificar “en tiempo real” las roturas, y la evaluación de la posible erradicación de ese tipo de juegos de altura.

Sin embargo, la argumentación dejó muchas dudas al momento de brindar explicaciones sobre qué pasó en este caso en particular, tomando en cuenta que se conocía el mal estado de los juegos -aunque se dice que no hubo denuncia- y que existen cadenas de control que en algún punto fallaron, e impidieron la clausura inmediata y preventiva.

Pero más allá de las responsabilidades que se dirimirán en los ámbitos correspondientes, no puede dejarse de lado el rol asumido por los particulares. En primer lugar, mediante la consabida lacra del vandalismo, que depreda espacios públicos de manera persistente, en perjuicio del aprovechamiento comunitario y -en casos como éste- de la propia seguridad. Sin que esto libere a las autoridades de sus responsabilidades, una mayor concientización social al respecto mostraría otro cuadro de situación.

Lo que resulta más difícil de aceptar es que la indignación popular -la misma que habilita a exigir respuestas a las autoridades y que debería estar conectada también al propio compromiso- se convierta en vehículo de violencia y destrucción, como si el incendio de los juegos y la agresión física a los bomberos que vinieron a apagarlo estuviesen justificados por ese enojo colectivo.

Esa conducta, que comparte matriz con la cada vez más extendida costumbre de quemar las viviendas de personas supuestamente vinculadas con algún tipo de acciones delictivas, remite a la misma lógica de las turbas que protagonizaban linchamientos, en épocas de menor desarrollo de la civilización.

No hay espacio aquí para el razonamiento en lo que atañe a establecer las verdaderas culpabilidades, ni a medir las consecuencias de los actos que se llevan a cabo cobijados en el anonimato grupal. Y es que, precisamente, esta última condición es la que sojuzga el pensamiento individual y lo somete al impulso irracional de la “masa”, a la que suele bastarle una excusa para desatarlo.

Llevando el análisis un poco más lejos, podrá convenirse en que estas acciones responden, a su vez, a la incapacidad de la sociedad organizada para dar respuesta efectiva a los reclamos o expectativas de sus integrantes, para canalizar esa energía de manera positiva o al menos inocua, o para convencer a las personas de que hay buenos motivos para sofocar las pulsiones destructivas y confiar en el adecuado funcionamiento de las convenciones y los institutos montados para garantizar la convivencia.

En cualquier caso, se trata de episodios que testimonian una crisis más profunda que la que puede ser resuelta con una clausura, una denuncia o una detención. Y que exigen una respuesta acorde, de la que nadie puede sentirse relevado.

La ineludible responsabilidad de las autoridades y la entendible indignación popular no pueden justificar la agresión, ni ser coartada del impulso destructivo.