La vuelta al mundo

¿Hubo genocidio en la Argentina?

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Rogelio Alaniz

En la Argentina, el terrorismo de Estado perpetrado por la dictadura militar asesinó entre ocho mil y nueve mil personas, una masacre pavorosa que incluyó la desaparición de personas, torturas, secuestros de niños y saqueos de los bienes de la víctimas. La tragedia no pierde su condición de tal porque los muertos son nueve mil y no treinta mil, como agitan los seguidores de las funcionarias oficialistas Hebe Bonafini y Estela de Carlotto. Al respecto es necesario observar que el rostro de la verdad no necesita de sobreactuaciones y, sobre todo, de mentiras para ser tal, como si para el montaje oficial la cifra real de nueve mil desaparecidos no alcanzara para la lúgubre puesta en escena.

Lentamente, pero de modo implacable, la cifra de nueve mil desaparecidos se va imponiendo, entre otras cosas porque es la verdadera, la que refleja las listas reales con los nombres y apellidos de las víctimas de la represión ilegal llevada a cabo por los centuriones de Videla Massera y Agosti. En la misma línea de búsqueda de la verdad se incluye el concepto de genocidio, palabra instalada con la consistencia del sentido común, sin que hasta el momento a nadie se le ocurriera interrogarse sobre la entidad del concepto, ya que pareciera que importa más manipular el merecido sentimiento de repudio que la palabra suscita que indagar si los crímenes cometidos por la dictadura militar se encuadran en su significado.

Mi hipótesis es que en la Argentina hubo crímenes de lesa humanidad, pero no genocidio. Secuestros, torturas, desaparición de personas, son actos abominables pero no necesariamente constituyen un genocidio, una palabra insisto- que se usa con cierta ligereza por ignorancia, por deseos de sobreactuar una tragedia o porque existe una voluntad de manipular por razones inconfesables los sentimientos de la gente, recurriendo a una palabra que dispone del “prestigio” de referir al horror en sus versiones más perversas, una maniobra no muy diferente de la que divulgó la cifra de treinta mil desaparecidos sin preocuparse por la verdad, como si el horror que vivimos los argentinos no fuera suficiente o hiciera falta añadirle la mentira.

El responsable de haber instalado la palabra genocidio como concepto jurídico y político fue Rafael Lemkin, un judío nacido en Polonia en 1900, un territorio que supo del racismo, del exterminio por razones religiosas y la deportación de disidentes, tragedia que incluyó en su caso la muerte de cuarenta y nueve familiares asesinados por los nazis.

Preocupado por las modalidades de este tipo de exterminio en masa, Lemkin decidió estudiar sus causas y sus rasgos distintivos, una investigación que concluyó en 1944 con la edición en Washington de un libro titulado “El dominio del Eje en la Europa ocupada”, donde menciona por primera vez la palabra “genocidio” para referirse a las masacres de la población civil por razones raciales, étnicas o religiosas.

“Genocidio”, proviene de las voces griegas, “genos” (origen, linaje, raza), y “cidio” muerte. El origen de la palabra, su referencia a las masacres es importante, sobre todo cuando a lo largo de los años el concepto dio lugar a interpretaciones diversas perdiéndose en algunos casos de manera deliberada- el motivo que movilizó para lograr la sanción de este delito a un judío perseguido por su condición de tal.

Los ejemplos históricos de genocidio también son elocuentes. Son los casos de los negros del Congo, destripados por el rey Leopoldo II de Bélgica; los armenios exterminados por el régimen de Ataturk; los judíos, gitanos y Testigos de Jehová eliminados por los nazis; las masacres de Pol Pot en Camboya; lo ocurrido en Yugoslavia y Ruanda y el asesinato de cientos de miles de mayas en Guatemala, por mencionar los casos más representativos, una lista en la que -lo siento mucho por sus promotores- no se encuentra la Argentina.

En todas estas tragedias, se registran algunas constantes que merecen destacarse, pero que tienen como centro el exterminio sistemático por parte del Estado de una raza o etnia. Los modelos de Lemkin son los armenios y los judíos, pueblos que fueron masacrados no por sus ideas políticas sino por su identidad, motivo por el cual el exterminio incluyó a niños, ancianos, discapacitados, porque y esto es decisivo- los genocidas matan no por lo que las víctimas hacen sino por lo que son. A los judíos asesinados en Treblinka o Auschwitz no les preguntaron si eran religiosos o agnósticos, liberales o conservadores, los mataron por ser judíos, una condición que a diferencia del compromiso político, no eligieron, les fue dada.

El genocidio para realizarse necesita de una voluntad sistemática de poder que puede expresarse a través del Estado o a través de otras versiones, pero en todos los casos reclama de dispositivos represivos capaces de producir una “industria de la muerte” que cuenta con sus propios verdugos y burócratas. El otro rasgo distintivo del genocidio es que las víctimas no caen en combate, no están organizadas militarmente, sino que son secuestrados, recluidos en campos de concentración y asesinados en campos de exterminio.

Conclusión: No hay genocidio sin la voluntad política de cometerlo, sin exterminio racial en masa, sin la disponibilidad de una industria de la muerte capaz de eliminar a miles de personas indefensas y que repito- mueren por lo que son y no por lo que hacen.

Hechas estas consideraciones, queda claro que en nuestro país, el terrorismo de Estado cometió delitos imperdonables e imprescriptibles, pero ello no alcanza a configurar la categoría de genocidio, en tanto falta el componente de exterminio en masa de una raza o etnia y el exterminio de masas pasivas que mueren no porque decidieron ser de izquierda o de derecha, sino porque son personas.

Las tropelías cometidas por la dictadura militar estuvieron dirigidas a militantes, combatientes, luchadores sociales e intelectuales identificados con proyectos de poder considerados subversivos. La decisión de asesinar prescindiendo de los limites legales del Estado de derecho está fuera de discusión y por ello sus responsables merecen las sanciones legales correspondientes, pero, como se dice en estos casos, el genocidio es un crimen contra la humanidad pero no todo crimen contra la humanidad, como lo sucedido en la Argentina, es genocidio.

¿Por qué entones esta consigna? Porque alude a la máxima expresión del horror y por lo tanto sus promotores están interesados en que cumpla con esos objetivos propagandísticos sin que importe demasiado si se ajusta o no a la verdad. La falsedad política e histórica suma en este caso la banalización de una trágica realidad, la reducción a una consigna manipulada por razones políticas en algunos casos, mientras que en otros, atendiendo a la experiencia de Bonafini, porque pareciera que si se “venden” treinta mil muertos en lugar de nueve mil y se dice genocidio en lugar de crímenes de lesa humanidad, se pueden obtener más subsidios, un detalle que a juzgar por los comportamientos de algunas de estas instituciones no debería subestimarse.

Algunos de los que adhieren a esta consigna, recuerdan que el genocidio abarca, además de razas y etnias, a grupos políticos, una inclusión que en su momento Lemkin propuso que se hiciera y que -curiosamente- fueron los países comunistas encabezados por “la gloriosa Unión Soviética” los que se opusieron, temerosos de que en la volteada cayeran Stalin y los principales jefes comunistas, maestros avezados en la faena de exterminar en masa por razones políticas.

De todos modos, y admitiendo que los “grupos políticos” pudieran incluirse en la figura de genocidio, habría que recordar que la referencia a lo político alude a masas indefensas, un dato que tampoco se compatibiliza con lo sucedido en Argentina, y los primeros en admitir esa realidad deberían ser los sobrevivientes de organizaciones guerrilleras que nunca se pensaron como masa indefensa sino como combatientes orgullosos de la fe que defendían y decididos a dar la vida en una causa por la cual le declararon la guerra al régimen burgués, capitalista, imperialista o como mejor quieran llamarlo.