Once tejedoras

EL REVÉS DE LA TRAMA. FOTO: GUSTAVO J. VITTORI.

Once tejedoras

CUANDO UNO OBSERVA LAS IMÁGENES DE UN TAPIZ COLGADO EN UNA PARED, DIFÍCILMENTE IMAGINE EL TRABAJO LLEVADO A CABO POR LOS TEJEDORES. ESTA FOTO DE LA “TRASTIENDA” del proceso de producción DE UN TAPIZ DE SEDA EN LA REAL FÁBRICA, MUESTRA LA CANTIDAD DE CARRETELES, CON SUS HILOS DE DIFERENTES COLORES Y MATICES CROMÁTICOS, QUE SE EMPLEAN PARA COMPONER LAS FIGURAS en el telar vertical.

TEXTO. GUSTAVO J. VITTORI.

 

Son once mujeres. Trabajan de pie, en línea, frente al enorme telar vertical de mano. Parecen moverse de memoria, casi sin mirarse. Lo hacen juntas, día tras día, desde hace catorce años, en el taller principal de la madrileña Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, que ahora agoniza. La rítmica armonía de sus brazos y manos, la sobria exactitud de sus movimientos, revela su experticia.

Nos enteramos que son las últimas tejedoras de alfombras del establecimiento próximo a cumplir tres siglos. Es que la prolongada crisis española liquidó la escuela de aprendices, vació el semillero y congeló la planta de artesanos. Esa información transmuta nuestra despreocupada curiosidad de espectadores en inesperada tristeza frente a un oficio que se extingue. Entre tanto, concentradas en su tarea, ellas anudan la trama con gesto impasible. Su silencio contrasta con los comentarios de los visitantes y las explicaciones de los guías. Ellas apenas contestan los saludos de rigor, o lo hace sólo una, en representación del grupo. Se percibe que no les gusta que las observen como si fueran las piezas de una máquina antigua. Su oficio es cosa seria, además de su fuente de ingresos. No se trata, por tanto, de un juego, de la interpretación de un libreto o de un espectáculo preparado para turistas en busca de curiosidades. Integran una faceta de la realidad de la vida, sujeta a los imponderables de las dinámicas de cambio.

Lo que está en riesgo de perderse en pocos años, cuando este grupo de tejedoras artesanales se jubile, es un oficio que comenzó en España con la dinastía de los borbones en los primeros tramos del siglo XVIII. Más precisamente en 1720 con Felipe V, a quien los austeros edificios reales de los Austria -sus predecesores- parecen haberle inducido síndromes de abstinencia, quizás por la falta de objetos suntuosos a los que se había acostumbrado en los palaciegos salones de París, vestidos con gobelinos de la real fábrica francesa.

TAPICES Y ALFOMBRAS

De aquella carencia, al parecer insoportable para algunos integrantes de la casa de Borbón, nacerían en España las reales fábricas de tapices y porcelanas, esta última por iniciativa de Carlos III, que había sido rey de Nápoles y extrañaba las lujosas producciones cerámicas de Capodimonte. Pero pongo el foco de esta nota en la de tapices, típico caso de sustitución de importaciones ya que se creó para abastecer a los palacios reales de tejidos que en la época de los Austrias llegaban de Flandes, fuente de aprovisionamiento que en el recorrido de la historia se había perdido junto con los Países Bajos.

El uso ornamental de tapices había arraigado en España con el arribo de Carlos I -Carlos V de Alemania-, monarca de un imperio en cuyas tierras no se ponía el sol. Es que Carlos, hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, había heredado Flandes de sus abuelos paternos, Maximiliano I de Habsburgo (o Austria) y María de Borgoña. Esa era, por añadidura, la tierra donde él había nacido (Gante, hoy Bélgica) y de cuya cultura se había impregnado antes de viajar a España para cernirse la corona proveniente de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

En verdad, tapices y alfombras no sólo jugaban un papel ornamental; por las delgadas cámaras de aire que formaban entre la tela y la pared eran muy útiles como aislantes térmicos en los pétreos edificios reales, gélidos en invierno, calientes en verano. También, como elementos de absorción acústica, función que ahora cumplen distintos tipos de paneles tecnológicos.

De modo que los floreos decorativos se combinaban con antiguas pero eficientes respuestas a necesidades ambientales. Ambas causas, entonces, impulsarán la creación de la real fábrica, establecimiento que en sus comienzos se inspirará para su producción en tradicionales tapices flamencos y gobelinos franceses, caracterizados por iconografías mitológicas, históricas, religiosas y de la vida cortesana.

FRANCISCO DE GOYA

Sin embargo, esa repetitiva tendencia comenzará a cambiar cuando ingrese como diseñador un muy joven Francisco de Goya, quien con sus cartones revolucionará la tapicería; y después hará otro tanto con la pintura a través de sus audacias de artista y la incorporación a sus composiciones de la imaginería urbana y rural que ofrecía la cotidianidad popular.

De Goya en adelante, las cosas serán diferentes, hasta hoy, porque su nombre le agrega valor a una fábrica artesanal en un tiempo donde la moderna industria textil produce con tecnologías cada vez más eficientes una extraordinaria diversidad de tejidos de calidad. La competencia, por tanto, es extremadamente desigual, y en ese desequilibrio, el nombre del formidable artista zaragozano le suma al antiguo establecimiento un plus de atracción. Al fin y al cabo, allí inició el camino creativo que lo llevaría al Olimpo de la pintura universal.

Antes había fracasado dos veces en el intento de ingresar a la Real Academia de San Fernando, institución que, paradójicamente, hoy le dedica una sala a su vida y obra, además de tener a su cargo la custodia de la estupenda ermita de San Antonio de la Florida, edificio neoclásico en el que reposan sus huesos, rodeado por pinturas murales de su propia mano que ascienden hacia una cúpula que se las trae.

En ella, valga la digresión, Goya despliega una variopinta galería de personajes en torno de un barandal circular que los contiene en la altura aunque no impide cierto vértigo en la percepción visual de quien observa desde el vacío inferior. El recurso, la intención, remiten a la falsa cúpula de Andrea Mantegna en la “Cámara de los Esposos”, ambiente quattrocentesco que integra el complejo ducal de los Gonzaga en Mantua. No obstante, hay que reconocer que los escorzos logrados por el maestro italiano con su magia ilusionista son superiores.

TIPOLOGÍAS POPULARES

Pero lo singular es que, a la manera de Giotto en la capilla paduana de los Scrovegni; o de Benozzo Gozzoli en el oratorio del florentino palacio Medici-Ricardi, todo el ciclo pictórico de la ermita de la Florida le pertenece. Y como contrapunto de su muerte física, las imágenes llenan el espacio de energía creativa, energía que se irradia al espectador provocándole reacciones vitales que van de la emoción a la admiración, del gozo a la reflexión.

Se trata, al fin, del intangible poder de los grandes artistas. En su caso, plasma un milagro atribuido a San Antonio en el siglo XIII, pero rodeándolo de personajes madrileños de fines del siglo XVIII en una atmósfera de consumada españolidad. Pareciera proseguir la senda que en Italia empezara a recorrer Caravaggio a fines del siglo XVI, mediante la incorporación a sus lienzos de personajes de la calle vestidos a la usanza de la época. Aquí Goya también abreva en la fuente de las tipologías populares para componer con niños pícaros y viejos ajados -los extremos de la vida-, “majos” y “manolas”, un fresco -a la vez pictórico y sociológico- del tiempo en que vivía, tendencia que había empezado a perfilarse en los cartones realizados para la Real Fábrica de Tapices.

Y volviendo a ella, hay que decir que ya no pertenece a los borbones sino a una empresa privada, la que para abultar sus decrecientes ingresos, alquila para fiestas y casamientos los bellos jardines del establecimiento, así como un gran salón interior que en algún momento fuera una nave de producción industrial.

No se trata, debe aclararse, del edificio originario, que estaba situado en la zona de la actual y céntrica estación de metro Alonso Martínez, y en la proximidad de la desaparecida puerta de Santa Bárbara, referencia que completa su originario y rimbombante nombre oficial. Ahora está bastante lejos de aquella locación borrada por la expansiva textura urbana de Madrid.

Ocupa un edificio fabril de fines del siglo XIX, donde además de los talleres de producción hay dependencias que albergan un pequeño museo del tapiz, con algunas grandes piezas históricas procedentes de Flandes, otras con diseños de origen italiano, réplicas de cartones de Goya, cartas y planillas administrativas del siglo XVIII con referencias a las obras del pintor y de las de su cuñado, Francisco Bayeu, entre otros documentos y elementos físicos reveladores de una época.

LANA Y YUTE

En el sector de producción, once trabajadoras anónimas, paradas en línea, tejen una alfombra que excede los cien metros cuadrados de superficie. El rollo de lo ya tejido se engruesa a la altura de sus muslos y obliga a sus cuerpos -progresivamente distanciados del telar- a trabajar en una postura de mayor tensión. Siguen atentas una versión reducida del cartón pintado cuya imagen reproducen.

Anudan y cortan con pequeñas tijeras a pareja velocidad. Los nudos de los hilos de lana se cierran sobre verticales hilos de algodón que sirven de tutores. Por cada línea horizontal de nudos de lana se intercala otra de hilo de yute, ese hilo rústico, hirsuto y peludo -que aquí se usa para atar encomiendas-, elemento clave para que el tejido adquiera consistencia y resistencia. Sin su aporte, la alfombra sería un flan. De modo que el hilo sin gracia permite que los de lana y algodón se luzcan en el resultado final. En realidad que se luzcan los de lana, espesos y mórbidos, de diversos colores y valores, con sutiles matices cromáticos que enriquecerán el diseño de la alfombra, porque los de algodón, al fin y al cabo, también son instrumentales, como los de yute; y como ellos, indispensables para lograr la adecuada estructura del tejido.

Once tejedoras y doce meses de trabajo para completar la alfombra de más de cien metros cuadrados destinada a un hotel de lujo, denso tejido realizado por manos expertas, hábiles en una técnica en vías de desaparición, producto que será hollado, quizá con indiferencia, por zapatos caros de distintos lugares del mundo. Once tejedoras de pie hasta el final, resistiendo nudo a nudo hasta que llegue la hora de la inexorable despedida.

LAS IMÁGENES DE LOS TAPICES DE GOYA QUE ILUSTRAN ESTAS PÁGINAS CORRESPONDEN AL BANCO DE FOTOGRAFÍAS DEL MUSEO DEL PRADO.

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EL BEBEDOR.

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EL QUITASOL (LA SOMBRILLA).

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EL PESCADOR DE CAÑA.

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EL ALBAÑIL BORRACHO.

CARTONES

Son papeles pintados. Se les llama cartones, porque en italiano, de donde se toma la palabra, carta significa papel. Y para hacer los modelos icónicos se empleaban papeles grandes. El motivo del uso de este tipo de soporte radica en que su lisa superficie es la que mejor se adecua para la tarea del tejedor, cuyo ojo afinado debe captar los matices cromáticos y tonales sin las dificultades que puede plantear una superficie irregular -una textura- en su interacción con la luz. Goya pintó para la fábrica varias decenas de cartones agrupados en series, muchos de los cuales se conservan en distintas colecciones y museos del mundo y, principalmente, en el Museo del Prado, en Madrid.

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MAJO DE LA GUITARRA.

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EL NIÑO DEL CARNERO.

CUENTAS FLACAS

El metro cuadrado de alfombra cuesta 1.500 euros; y el de tapiz -con hilos de seda- 12.000 euros. Las cifras son importantes en sí mismas, pero cuando se proyectan los tiempos de producción y se anualizan los ingresos, las cuentas son flacas.

Por ejemplo, por la alfombra de más de cien metros cuadrados a la que refiere la nota principal, le ingresarán a la fábrica 200.000 euros, pero su confección requiere un año de trabajo de las once tejedoras, que constituyen su principal grupo laboral.

Hasta que comenzó la crisis, que lleva cinco años, la Real Fábrica recibía a través de una fundación subvenciones del Estado y de algunas grandes empresas privadas, aportes que en algún caso se han reducido al mínimo, y en otros, lisa y llanamente han desaparecido. Esta realidad ha impactado muy duro sobre una estructura basada en la producción artesanal, con pocos trabajadores, largos tiempos de ejecución y reducida cantidad de manufacturas.

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RIÑA DE GATOS.

De Goya en adelante las cosas serán diferentes, porque su nombre le agrega valor a una fábrica artesanal en un tiempo donde la moderna industria textil produce con tecnologías cada vez más eficientes.