Olores de infancia

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Joyce Carol Oates.

Foto: Archivo El Litoral

 

Por María Luisa Miretti

“Mujer de barro”, de Joyce Carol Oates. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Alfaguara. Buenos Aires, 2013.

Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938) con una enorme producción en su haber, galardonada y candidata al Nobel en varias oportunidades, en esta ocasión sorprende con una historia desgarradora en la que se trasfunden el barro de la creación con la destrucción y la podredumbre.

Una niña es abandonada por su madre en medio de las marismas, pero el azar quiere que sea descubierta y salvada, y con el correr del tiempo se convirtiera en una exitosa rectora universitaria. La historia no inspira sin embargo una ligera visión pasatista sino una novela muy fuerte, en la que prevalecen los valores ancestrales del ser humano, en la que se entremezclan las sensaciones y -básicamente- lo sensorial, especialmente, los olores de la infancia.

La roña y la podredumbre de los pantanos, más el hambre del afecto y del crecimiento fisiológico marcaron la infancia de esta mujer, en contraste con los logros académicos, tanto en su carrera universitaria como rectora de una de las universidades más prestigiosas, como en la investigación filosófica, campo donde las preguntas se le vaciaban de sentido.

La imposibilidad para establecer relaciones con los hombres y con la gente sin saber los motivos, le exigían una distancia y una mascarada especial. Todo quedaba sin concluir, con imágenes confusas, olores y expresiones elusivas que nunca cerraban en su imaginario simbólico.

Tal como sucede con otras novelas de esta autora, sus personajes cobran vida en cada acción. Subyuga con expresiones contrastivas de bella policromía, desde una estética que enfrenta con lo siniestro y lo macabro. Las imágenes son impactantes y apelan a todos los sentidos.

Hay párrafos en los que el avance del detalle es tan escalofriante que ni el más desprevenido lector puede permanecer indiferente, porque las escenas de dolor y desamparo son tan nítidas que resulta imposible permanecer ajeno; sin embargo el pulso no le tiembla para contar lo que acontece entre el juego y lo macabro del asqueante mundo adulto y la pequeña que se debate en el pantano de la incomprensión, aunque en medio de esa inmundicia, “casi se podían ver ángeles de la ira en las nubes rotas”.

Estiércol y podredumbre en el sitio de crianza, que también se repetirá -aunque metamorfoseado- en su aparente camino de éxitos en la universidad, con otro tipo de olores persiguiéndola “los sitios a los que más afecto guardamos son aquellos a los que nos han llevado a morir pero en los que no hemos muerto”.

Estructurada como un diario, a modo de crónica, la novela va confrontando la infancia de la protagonista con su adultez. De ese modo se puede conocer al detalle lo sucedido antes y después en su vida, como así también las causas de sus conflictos y de los desplantes amorosos y existenciales.

Diestra en el manejo de técnicas relevantes y complejas como el monólogo interior y los puntos de vista, en esta novela hay momentos de fuerte presión psicológica, en los que se siente la soledad de la protagonista a quien se desea auxiliar. El sentimiento de desolación es palpable, hay escenas y testimonios directos, que se quieren interrumpir para hacerla reaccionar. Capítulo aparte merecen los subtítulos y los encabezados de los capítulos, que generan una particular expectativa.

Desde lo ficcional todo está muy bien aprovechado, en figuras de la escena política (los “tory”, George Bush), alusiones al orador progresista Chomsky, cierta preocupación por el desmanejo mediático, el reclutamiento financiero para sostener las universidades, actitudes que la inhiben en su accionar cotidiano para que no afecten a la universidad que preside (ser una de las primeras mujeres que cumple ese rol) y la relación con su pasado que no la abandonará.