Preludio de tango

Samuel Linnig, el creador de “Milonguita”

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Manuel Adet

Tres tangos le alcanzaron y le sobraron a Samuel Linnig para ganar la posteridad. Se trata de “Milonguita”, “Melenita de oro” y “Campanas de plata”. Del primero, “Milonguita”, se ha llegado a decir que es el punto de partida de la verdadera poesía tanguera, desplazando a la leyenda de “Mi noche triste”. La afirmación es controvertida, pero da cuenta de la jerarquía de ese poema de Linnig que musicalizó con su habitual solvencia Enrique Delfino.

De “Melenita de oro” se han dicho muchas cosas, pero la más interesante y, al mismo tiempo, escandalosa por las reacciones que ha despertado entre algunos tangueros, es la que postula que la protagonista no es una mujer sino un travesti, curiosidad que compartiría con ese otro excelente tango interpretado por Goyeneche que se llama “Tamar” y que pertenece a Oscar Nuñez.

Por último, “Campanas de plata” mereció en su momento la aprobación de Roberto Arlt, quien en una de sus habituales aguafuertes porteñas publicadas por el diario El Mundo, dijo: “El autor de ‘Campanas de plata’ ha fallecido, pero el poema que ha dejado es digno de la pluma de Quevedo”.

Samuel Linnig nació en Montevideo el 12 de junio de 1888 y murió en Buenos Aires el 16 de octubre de 1925. Su vida fue breve; vivió como se lo propuso y murió en su ley. Quienes lo conocieron lo describen como un rubio muy atildado, con su bastón, guantes blancos y un gesto nervioso en toda su figura; gustaba de la música de Beethoven y los versos de Maeterlink.

Siempre quiso ser un dramaturgo. Y lo fue, pero no de los mejores. Las letras de tango nacieron como consecuencia de las exigencias de las escenas, pero si hoy se lo recuerda es por sus tangos y no por su dramaturgia. Linnig no es el primer escritor que trasciende, no por lo que se propuso, sino por lo que consideraba un oficio menor de escaso valor artístico

Digno exponente intelectual de su tiempo, disfrutaba de la buena música y los libros bien escritos, pero todo ello en el acto podía ser dejado de lado por una mesa de póker o una carrera de caballos en el hipódromo donde siempre se palpitaba una fija. Con ese estilo de vida, mundano, nocturno y vicioso a nadie le debería llamar la atención que nunca se hubiese casado y que haya muerto joven, cuando aún no había cumplido los cuarenta años.

No sabemos los motivos que lo obligaron a dejar Montevideo e irse a vivir a Buenos Aires. Sí, sabemos que para mediados de la década del diez ya trabajaba en el diario La Razón. Se dice que en 1915, Alfredo A. Bianchi, director junto con Roberto Giusti de la revista Nosotros, lo sacó de una oreja del café Los Inmortales para llevarlo como crítico de teatro a la redacción de la prestigiosa revista donde se destacará por sus críticas de arte y la publicación de sus primeros poemas que se han extraviado en alguna alcantarilla de la historia.

En 1915, estrena dos obras escritas en colaboración con Luis Rodríguez Acasuso. Se trata de “Voten por la mujer”, representada en el teatro Apolo, y “El señor que hace como si fuera intendente”, en el Teatro Nuevo, obra esta última que indignó a los censores de turno, motivo por el cual fue ilegalizada.

Al año siguiente, se estrena en el Teatro Buenos Aires lo que los críticos consideran su obra más lograda: “La túnica de fuego”. También ese año en el Teatro Nacional se representa “Jesús y los barbados”, que los críticos la despedazan sin misericordia. Habrá que arribar a 1920 para que se produzca el gran acontecimiento tanguero, aunque los principales protagonistas ignoraban la trascendencia del momento.

Los hechos ocurrieron el 12 de mayo de 1920 (una efeméride fundamental para el tango) en el teatro Ópera, en ocasión de la representación de la obra “Delikatessen hauss” (Bar alemán) escrita en colaboración con Alberto Weisbach el autor de “Los dopados”. “Delikatessen hauss” fue silbada por un sector mayoritario de la platea que consideró que la obra era lo más parecido a un bodrio. Para colmo de males, en medio de la rechifla, Linnig subió al escenario y dijo que agradecía los aplausos, pero los que silbaban eran unos imbéciles”. Por supuesto, para salir del teatro tuvo que disfrazarse porque lo querían linchar.

Sin embargo, es en esa obra abucheada por el público, cuando la cantante María Esther Podestá interpreta “Milonguita”, un tango que habrá de ser reconocido de inmediato por la gente. Pocas semanas después, la cantante Raquel Meller la divulga en un mercado más amplio, aunque para los tangueros la fama genuina de “Milonguita” nace con la grabación que ese mismo año hace Carlos Gardel.

“Milonguita” se transformará en uno de los grandes mitos del tango. Se dice que Linnig salía a caminar por las calles de Buenos Aires para inspirarse y en uno de esos vagabundeos conoció a la célebre Esthercita de la calle Chiclana, para algunos, Esther Torres, para otros, María Esther Dalton. En cualquiera de los casos, se trata de un tango estupendo que define de una vez y para siempre la estructura del tango-canción. Asimismo, el poema incorpora algunos de los grandes temas del género: la mujer que deja el barrio seducida por las luces del centro. Tangos como “Estrella”, “Che papusa oí”, “Muñeca brava”, “Chirusa”, “Alma de loca”, “Santa Milonguita”, “Mano cruel”, “Margot”, “Audacia”, para mencionar los más populares, se nutren de esa imagen inspiradora. Además de Gardel, a “Milonguita”, la interpretaron Mercedes Simone, Roberto Goyeneche, Carlos Dante, pero si me dan a elegir me quedo con la versión de Roberto Rufino.

El éxito de “Milonguita” alienta a Linnig para escribir en agosto de 1922 una obra narrando la vida de Esther Torres. La obra una vez más es castigada por los silbidos del público, pero allí se estrena el otro gran acierto de Linnig: “Melenita de oro”, con música de Carlos Vicente Geroni Flores. “Melenita de oro” merece escucharse en las versiones de Josefina, Jorge Maciel o el Tata Floreal Ruiz.

El 10 de junio de 1925, unos meses antes de la muerte de Linnig, se estrena en el Teatro Nacional, “Puente Alsina”, oportunidad en la que Manolita Poli -la misma que estrenó “Melenita de oro”- interpreta “Campanas de plata”, su último y definitivo aporte a la poesía.

A todo esto, Linnig se preparaba para morir en su solitaria casa de Adrogué. Cuando sus amigos Armando Discépolo y Rafael de Rosa se enteran de su estado, lo trasladan de prepo al Hospital Español. La última anécdota que se recuerda de él lo pinta de cuerpo entero. La habitación donde estaba internado era la 13. “Lindo número para jugarle”, fueron sus últimas palabras.