Lavar el auto

Hay personas -invariablemente me las imagino varones- fanáticas de la limpieza de “su” auto (porque es su auto aunque a veces deba conceder que los sucios miembros de su familia se sienten ocasionalmente en él) y al menos una vez por semana se aplican a la tarea minuciosa de dejarlo impecable. En esta nota no le paso franela a nadie.

TEXTOS. Néstor Fenoglio ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

Lavar el auto
 

Y cuando el señor de la casa, y específicamente el señor del auto, se decide a empezar su reparadora y justiciera acción de limpieza sobre su bienamado vehículo, apártense porque no escatimará esfuerzos ni medios para lograrlo. El lavador compulsivo de autos tiene algunas características esenciales. Me apresuro a identificar y anotar tres:

1 - Quiere que todo el mundo, o al menos todo su entorno se entere que va a lavar el auto.

2 - Lo hará personalmente, porque de verdad sólo él puede meter mano en los rincones recónditos (y que te recóndito por las dudas) de su auto, y sólo él sabe limpiar como sólo él quiere que se limpie su auto.

3 - La familia y el mundo pueden y deben abstenerse de molestarlo por las próximas, al menos, cuatro horas.

A ver: vamos a ordenarnos. Todos quienes tenemos autos deseamos, más o menos, un auto limpio. Y todos, más o menos, lo limpiamos o lavamos (o lo llevamos a un lavadero) de vez en cuando. Pero hay fanáticos, tipos para quienes el auto está en primer lugar. Y después viene el trabajo, la pareja, los hijos, los amigos, que tienen su lugar en la vida del fanático, pero siempre que no jodan ni interfieran con los principios básicos de limpieza y preservación de la unidad móvil del señor.

Esta persona comunica escuetamente su “voy a lavar el auto”, pero si en la familia lo conocen de verdad, ya hay signos anticipatorios: cierta mirada brillante y perdida (similar a la de un loco o un asesino), cierto terco gesto silencioso, cierto incierto hastío por las cosas cotidianas y menores. De golpe, como si se tratara de un volcán, toda esa furia retenida salta y el señor comunica entonces que lavará el auto.

Lo sacará con morosa pompa de la cochera, lo dejará en la vereda por largas horas. Y luego, con un acompasado pero preciso método, como si se tratara de un rito (lo es, en efecto), dispondrá a su alrededor hidrolavadoras, paños, cepillos, baldes, brillos varios, aerosoles y un sinnúmero de objetos cuyo funcionamiento secreto sólo él conoce. Con todos esos instrumentos dispuestos y en orden, como un cirujano meticuloso, comenzará a operar sobre su auto.

El señor del auto ya sabe que nadie va a limpiarlo como él quiere y puede hacerlo. Ocasionalmente, ha encontrado aquí y allá a fulanito que es un obsesivo, a menganito que abrió un local nuevo y labura fantástico. Pero eso dura un suspiro: pronto descubre un ápice de polvo en la bisagra de apertura de la puerta trasera izquierda, o la horrorosa huella de un dedo apátrida en el vidrio de la puerta del acompañante. Y entonces, desilusionado, vuelve a lavar la afrenta personalmente.

El señor del auto tiene como una especie de furia, una suerte de guerra santa contra el polvillo y la suciedad acumulada. Trabaja concentrado, firme, sin distracciones. Su familia querría que tuviera el mismo entusiasmo, método y consistencia para el resto de las actividades de su vida.

Es absolutamente probable verlo arrodillado con un cepillito o escobilla especial sacando tierrita en los surcos de los neumáticos de su auto, o restituyendo brillos originales con siliconas y productos especiales que son un presupuesto en sí mismos.

Y nos vamos: ya saben que el señor no leerá diarios, ni verá televisión, ni escuchará el llanto desubicado de su hijo ni las protestas jodidas de su mujer que masculla la vieja cancioncilla infantil: “Que llueva, que llueva, la bruja está en la cueva...” (hago la salvedad que el señor del auto tendrá cuernos en breve, si no los disfruta ya). El señor del auto no asume que tiene un problema y más bien se burla de los tipos como yo y como la mayoría que usamos los autos igual, aunque se ensucien. Lo que pasa es que el señor del auto, literalmente, no esconde la tierrita debajo de la alfombra.