DEL SOLO COMO AUTOSATISFACCIÓN INTELECTUAL

Yo, yo, yo y después yo

Yo, yo, yo y después yo
 

Estanislao Giménez Corte

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I

Una vez -éramos muy chicos- fuimos con unos amigos a un recital de rock. Se trataba de la presentación de un guitarrista de renombre en el escenario nacional. Recuerdo con claridad lo que me pasó a mí en ese espectáculo: nada, absolutamente nada. O, más bien, se esbozó -y después tomó cuerpo y después peso- una pregunta por esa carencia total de empatía, de emoción, que me produjo ese continuo lucimiento individual, ese aislamiento autosatisfactorio en el que el sujeto se internaba a gusto, alejándose, sumido en el calor de su propio caldo. Aun imberbe, aun falto seguramente de oído musical, advertí que allí casi no había canciones (meros límites para los solos), advertí que los teatrales movimientos del líder y sus performances dominaban todo el espectro pesadamente (una suerte de festival ególatra), advertí que aquello parecía un espectáculo ejecutado por una persona sólo para sí misma. Los solos, ciegos, el solista, miope, embrutecido en sus mecánicas destrezas, en algún momento, piadosamente, se callaron, se aquietaron. Apenas aquí y allá hubo algún introito, algún colofón, alguna palabra que sacó al individuo del endiablado diapasón; mínimos desvíos osaron salirse del terco punteo.

II

Tras el show todos manifestaron vivamente su emoción y su deslumbramiento por el guitarrista. Yo quedé un poco relegado, en la encendida conversación y en la estimación del sujeto. Había pasado de una modesta admiración, al principio, a un reconocimiento tardío; y, de allí, a un cansancio y un aburrimiento atroces. Años después, tras otro recital de otro solista (¿pianista, bajista, trompetista?) alguien dijo algo así: “El problema con estos tipos es que el solo se termina transformando en una especie de masturbación intelectual”. Aquella precisa definición alude a una sospecha común: los solistas proponen más una demostración que una obra. La técnica, es decir, su concepto de la técnica como habilidad, como artificio desprendido de la obra, se impone a la búsqueda de emoción. Algo así sucede con poetas que son técnicamente perfectos en sus sonetos, brillantes ejecutantes de formas y arquitecturas textuales, pero que, al leerlos, no nos generan sino un breve y seco gesto de admiración. En uno y otro caso pareciese haber una suerte de frialdad en la ejecución técnica.

Sucede también que aquellas demostraciones de los solistas, en gran parte, sólo son reconocidas cabalmente por otros músicos, de modo que se establece una suerte de código cerrado y preciso, “hablado” por muy pocos. Un disco de Jaco Pastorius, por caso, es un diálogo que él quiere establecer, internándose en las posibilidades del bajo, con otros bajistas y/o músicos. Y que se antojará un tanto lento, hermético o inasible para otros. Pero ahora, acá, se plantea otra cosa ¿entonces el músico debe resignarse a un arte fácil y popular? Nos excede esta problemática, pero diremos que el solista debería someterse a un concepto colectivo que lo trasciende y que, entendido como tal, fatalmente lo hará mejor, aun resignando su propio protagonismo.

III

Podríamos extrapolar aquella anécdota a otras situaciones de la vida cotidiana que tienen similar naturaleza: el intelectual pedante que quiere meter un latinismo en cualquier conversación; el futbolista amateur o profesional que sólo quiere su próximo gol (o un “lujo”) sin importarle la suerte de su equipo; el hombre de negocios que sólo quiere contar el suceso de su última operación financiera. Esa necesidad de demostración, esa pegajosa ostentación, ese regodeo, ese exigido aplauso, esa dramaturgia de un actor único, esa búsqueda de la admiración del otro, ese yoísmo; y esos aplaudidores, esos alabadores, esos sujetos que gestual o verbalmente asienten estas performances, recuerdan aquel libro de Juan Filloy: “Yo, yo y yo”. La masturbación es una práctica común en hombres y mujeres desde el inicio de los tiempos. Más que vergonzante, podría calificársela de oculta y callada. Aquí, en estos poquitos casos, pareciera invertirse aquello: la persona se autogratifica ostensiblemente, a todas luces, como en la plaza pública, y pide a un círculo que lo observa: “mirame, mirame, mirame”.