HAROLD BLOOM, ROGER CHARTIER, ALBERTO MANGUEL

La lectura como crítica, operación y anécdota

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Estanislao Giménez Corte

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I

¿Qué cosa, qué bella cosa ocurre, qué misterio opera cuando una persona, en un momento preciso, cede a una fuerza extraña, a un cierto magnetismo o atracción del cuerpo hacia el objeto que yace allí, en la mesa de luz, tal vez desde hace semanas, y decide extender las manos, balancear el peso del papel, abrirlo? ¿Qué cosa hace que, tras hacer un instintivo diagnóstico de luz, momento del día, posición del cuerpo, estado anímico, interés en el autor y en la materia, tras dar algún que otro rodeo, como el del perro antes de acostarse en un lugar acorde, alguien pueda entrar en un libro, en un autor, en un clima, en una época? ¿Qué cosa pudo haberme sucedido a mí, pongamos por caso, con Emilio Salgari aquella vez, o con el ‘Miguel Strogoff’ de Julio Verne aquella otra, cuando sentí por primera vez, en el cuerpo, correrse un velo de papel y de tinta y ver la historia que se ofrecía?

II

A algunas de estas preguntas, y a muchas otras (pero no enunciadas así, claro está), se han dedicado voluminosos estudios de cientistas sociales, lectores compulsivos, académicos varios, escritores, críticos. Tres de ellos pueden entenderse como modos muy diferentes de pensar y escribir sobre el acto y la práctica de la lectura. Uno, famoso, polémico, caudaloso, es “El canon occidental” (1997). Harold Bloom, crítico y profesor estadounidense, emprendió aquí una tarea ciclópea, una empresa desmesurada: trazar un mapa, país por país, continente por continente, época por época (o era por era) de los autores y/o libros que pertenecerían al así llamado canon. El resultado es una sucesión de ensayos críticos sobre autores incluidos en este ¿lugar, jerarquía, sitial? Sus primeras partes, fascinantes, nos explican brillantemente los porqués de los Dante, de los Homero, de los Shakespeare. Pero entendemos que Bloom necesariamente desfallece en su periplo cuando comienza a reseñar brevemente, y un poco irresponsablemente, las literaturas de otros sitios, en el marco de lo que él llama la “Edad Caótica”. Cuando llega a nuestra literatura, finalmente, acomete un “juicio sumarísimo” sobre las humanidades de Borges y de Cortázar (entre otros), mencionándolos como al pasar. De Borges, por caso, dice que quiso ser “un Whitman hispanoparlante”. La naturaleza de los textos de Bloom no alude tanto a la lectura como práctica, sino a la necesidad de la elaboración de un juicio sobre los grandes autores. Su hipótesis de trabajo parte de esta pregunta ¿qué hay que leer?, ¿por qué esos autores son importantes?, y, en sus propias palabras, “¿qué debe intentar leer el individuo que todavía desea leer en este momento de la historia?”.

Roger Chartier y Guglielmo Cavallo estudian, en la serie de ensayos incluidos en “Historia de la lectura en el mundo occidental” (2001), otra cosa. Parten de estas preguntas: ¿cómo se lee, cómo se leyó antes, cómo ahora?, y más aún ¿qué cosas (aproximadamente) suceden en el acto de la lectura? La serie de trabajos que incluyen, pertenecientes a especialistas diversos, abordan con precisión y rigor académico una suerte de historiografía de la práctica de la lectura. Muy otro es el caso de Alberto Manguel. “Una historia de la lectura” (1995, 2002) ahonda en las experiencias del autor como “voraz lector”. Es su propia autobiografía en tanto lector: un anecdotario. En términos generales uno, el de Bloom, es un libro de crítica; el otro, el de Chartier, de historia. Éste último, una historia de vida. Brillantes en su diversidad, los tres proponen un derrotero, más o menos científico, más o menos documentado, más o menos orientado al dato o a la opinión, que quieren responder a su modo a las preguntas con que abrimos esta nota. Desde la crítica, la historia, la experiencia personal, auscultan las enigmáticas figuras de los lectores y su práctica: “(esos) viajeros (...) nómadas dedicados a la caza furtiva”, en la metáfora apropiada y sutil de Michel de Certeau.