editorial

El homenaje póstumo a Mandela

  • En el escenario del emotivo y multitudinario homenaje se destacó la gravitación de un modelo ético al que deberían aspirar los líderes políticos mundiales.

Nelson Mandela recibió los honores que se merecía. A decir verdad, no necesitó de la muerte para ser considerado uno de los grandes líderes espirituales de nuestro tiempo. Como se suele decir en estos casos, no necesitó de la muerte para que sus contemporáneos descubran sus virtudes.

La trayectoria histórica de Mandela en ese sentido no deja de ser sorprendente y reveladora. Líder tribal, dirigente político alineado en sus inicios con las posiciones ideológicas más radicalizadas, deviene luego de casi tres décadas de prisión en un político moderado y más tarde en el presidente de la unidad nacional de un país atormentado por la pobreza, el racismo y la violencia.

Al momento de constituirse como el constructor de un orden pacífico, Mandela se transforma más en un líder espiritual que en un dirigente político. Millones de personas que lloraron su muerte y los centenares de dirigentes políticos y religiosos de todo el mundo que se hicieron presentes en su funeral, estaban despidiendo a un ex jefe de Estado y a un luchador social, pero sobre todo a alguien que desde hacía por lo menos veinte años estaba colocado por encima de las cotidianas luchas políticas por el poder y sus oropeles.

La unanimidad de las adhesiones y la peregrinación de los principales líderes mundiales a Sudáfrica dan cuenta de la estatura de su gravitación moral. Cada uno de los dirigentes que allí estuvieron presentes, desde David Cameron a Raúl Castro, desde Barack Obama a Angela Merkel, tienen sinceros motivos para sumarse a la despedida del hombre que supo encarnar los mejores ideales de su tiempo.

La pregunta a hacerse en este caso es cómo es posible que un hombre sensibilice a dirigentes que en la vida real están separados por los abismos de los intereses, las ideologías o la disputa descarnada por el poder.

La única interpretación posible a una “convocatoria” tan heterogénea y masiva es la sorprendente singularidad de estos liderazgos espirituales, ese distinguido don que un dirigente dispone para interpretar con sus actos y conducta un tiempo histórico desde valores que trascienden las exigencias o mezquindades de las coyunturas. Es esa calidad moral para expresar con su presencia los principios éticos más caros de la humanidad lo que explica la gravitación histórica de Mandela.

Nuestro país estuvo presente en esta despedida y lo hizo con la autoridad moral que le da haber roto relaciones diplomáticas con el régimen del apartheid, diez años antes de que Mandela fuera electo. Como se recordará, una de las primeras decisiones del presidente Raúl Alfonsín, fue poner punto final a la vergonzosa complicidad de la dictadura militar con el régimen racista. Esa iniciativa posteriormente fue reconocida por Mandela e incluso se refirió a ella en su visita a la Argentina.

Efectivamente, nuestro país merecía estar en esta despedida, aunque hay un amplio consenso en admitir que el vicepresidente Amado Boudou no fue la persona indicada para representar a la Argentina en un acontecimiento de esta trascendencia política y moral.

Amado Boudou no fue la persona indicada para representar a la Argentina en un acontecimiento de esta trascendencia política y moral.