Navidad es Jesús

Daniel Altare (*)

Otra vez la vuelta del año nos hace vivir el tiempo de la Navidad. Gran parte de la humanidad tiene la oportunidad de pensar en el Don Inefable que Dios nos ha dado, recordando la encarnación de Jesús -El Cristo-, por obra del Espíritu Santo y mediante la concepción inmaculada de la Virgen María, naciendo en el pesebre de Belén.

Esto se menciona y se celebra normalmente cada domingo en las iglesias cristianas de todo el mundo, pero al llegar esta fecha casi por una reacción impensada se crea en todas partes un clima navideño, una preocupación por regalos, una programación para la cena familiar y de quiénes la integrarán, una tensión por las posibilidades económicas y un disgusto interno por el aumento de los precios.

Esta situación provoca algunas reacciones dispares. En los que tienen más recursos y todas sus necesidades cubiertas, será un tiempo de distensión para opinar sobre la situación del país, comentar las proyectadas vacaciones y aprovechar a despreocuparse y disfrutar estos días de descanso. En cambio, en los más insatisfechos, con angustias ocultas, con familias heridas y divididas, este tiempo provoca un sentimiento de pesar y algunos dicen y repiten cada año “cuánto odio estas fiestas”, “no veo la hora de que pasen de una vez”.

No es un clima festivo superficial

No es el simbolismo de un árbol adornado, no es el predominio de los colores rojo y verde en los arreglos, no es la música de los villancicos, ni la promoción comercial, ni regalos. Todo eso es tradición. Aunque resulte muy agradable no debemos permitir que desdibuje el verdadero significado de la Navidad.

La Navidad es Jesús.

Navidad no es un reencuentro obligado de la familia.

La tradición es buena, pero cuando todo se reduce a una cena formal y fría, sin reflexión, sin oración, sin paz, ni perdón, ni aceptación, ni reconciliación, puede que todo culmine en un brindis de deseos dispersos, desvirtuando totalmente el verdadero propósito navideño.

Navidad no es una noche de diversión descontrolada. Se ha hecho costumbre -que se va afirmando en esta sociedad posmoderna en todo el mundo- que se la festeje como una noche de fiesta cultural, produciendo grandes estelares en las cadenas de televisión más famosas y haciendo en general programas totalmente alejados y aun opuestos al sentir cristiano.

Por otra parte, una gran franja de jóvenes y de gente no tan joven ha hecho de la llamada “noche buena” un trasnoche de baile, diversión y consumo desmedido de alcohol. Eso los hace regresar a sus hogares amanecidos para pasar la Navidad durmiendo hasta la tarde, dejando atrás el “clima navideño” para otro año, renovando fuerzas para pensar cómo van a aprovechar al máximo el fin de año.

Todo pasa y queda el sabor amargo de un profundo vacío espiritual.

El fin del año es un tiempo especial para reflexionar, para hacer un balance íntimo y personal. Para agradecer los logros positivos y para enmendar lo negativo. En cambio la Navidad debe ser un espacio de sosiego para disfrutarlo en familia y replantearnos personalmente nuestra situación delante de Dios y preguntarnos: ¿soy un verdadero cristiano?, ¿entiendo el misterio de la encarnación?, ¿creo que Dios se hizo hombre para morir en la cruz, porque “vino para buscar y salvar lo que se había perdido”?, ¿creo que Jesús es la imagen del Dios invisible porque dijo: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre”? ¿Creo que Jesús quiere ser mi salvador y que vino para otorgarme la vida eterna?

Si es así, que el Espíritu Santo nos ilumine para pedir que Él pueda nacer en lo más íntimo de nuestro ser y podamos dejarnos invadir por una profunda paz interior, focalizando todos nuestros pensamientos en esta Navidad, en el Príncipe de la Paz. Porque la Navidad es, por sobre todas las cosas, Jesús.

(*) Pastor de la Iglesia Evangélica Brazos Abiertos