editorial

Putin, de hecho zar de Rusia

  • Putin controla la política rusa desde hace unos casi quince años. Este es su tercer mandato presidencial, y durante el mandato de Medvedev se desempeñó como primer ministro.

La cercanía de los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi pueden explicar los motivos que impulsaron al presidente Vladmir Putin para indultar a las dos últimas integrantes de la banda punk Pussy Riot y adelantar por unos meses la libertad del magnate ruso Mijail Jodorkovskim, detenido desde hacía más de diez años por delitos económicos y corrupción.

Según declaraciones de los propios liberados, las decisiones tomadas por Putin poco y nada tienen que ver con un giro del gobierno hacia posiciones moderadas y democráticas. Las libertades se producen después de que los detenidos cumplieron más del noventa por ciento de su condena en un país donde, por añadidura, existen centenares de presos políticos acusados de conspirar contra el Estado o difamar a las autoridades.

Como se sabe, Putin controla la política rusa desde hace unos casi quince años. Este es su tercer mandato presidencial, sin olvidar que durante la presidencia de Dimitri Medvedev -más que un colaborador, un títere- se desempeñó como primer ministro y de hecho el poder real siempre estuvo en su manos. De hecho, los ministros y secretarios del Estado fueron puestos en sus cargos por “sugerencias” suyas.

Su permanencia prolongada en el poder se explica a partir de una tradición histórica que más allá de las proclamas ideológicas, siempre fue autoritaria y despótica. Putin, en este sentido, es la encarnación de una manera de ejercer el poder más cercana a la barbarie asiática que a los valores de la modernidad occidental.

El modesto joven que pudo estudiar Derecho y recibirse de abogado con muy buenas calificaciones pronto inició su carrera política en la institución más importante del régimen comunista: la KGB. Es que, en realidad, el exclusivo aporte que el comunismo ha hecho al siglo veinte no han sido los valores de la igualdad o la fraternidad, sino las prácticas de control social e individual y el espionaje extendido. No es casualidad que los principales funcionarios políticos de la ex URSS hayan sido expertos en el espionaje y la delación, diestros en el manejo de armas y habituados al ejercicio de la violencia de todo tipo, incluidos los apremios ilegales.

Putin, en este sentido, no fue la excepción. El cínico e inescrupuloso agente de la KGB que desarrolló sus dotes represivas en Alemania Oriental, pasó luego a integrar el Servicio Federal de Seguridad de la Rusia capitalista, institución ésta que heredó a la KGB y que, más allá de sus diferenciaciones formales, funciona con el aporte de los ex agentes de los tiempos comunistas.

Con las diferencias del caso, Yeltsin y Putin, por mencionar los más conocidos, adquirieron estatura de estadistas en la KGB. Queda claro que el paso de un sistema político comunista a otro capitalista, para ellos no representó un cambio sustancial en sus vidas y en su manera de entender el mundo. Autoritarios, intrigantes, manipuladores, partidarios de la conspiración y el engaño, son los responsables de operativos terroristas, secuestros y muertes de disidentes, recorte de libertades y asesinatos de periodistas.

En rigor, conforman un itinerario que demuestra que más allá de las retóricas discursivas, en Rusia lo que predomina desde la época de los zares, atraviesa la pesadilla del comunismo y se adhiere a la piel política de la actualidad, es más la continuidad de antiguas concepciones y prácticas autoritarias que el leve parpadeo de cambios democráticos modernos.

En Rusia, desde la época de los zares predomina la continuidad de antiguas concepciones y prácticas autoritarias sobre los cambios democráticos modernos.