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Promesas, promesas...

Las personas solemos ser torpes, ilusos o mentirosos con nosotros mismos, esos otros que viven y conviven en nuestros atribulados cuerpos amasijados... el año pasado. Y en ese trance, prometemos cosas al calor de las calorías y las libaciones que son de difícil cumplimiento. A fin de este año (que ya está perdido), acuérdense de abrir la boca sólo para decir ¡salud!...

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

 

La situación está estereotipada y ridiculizada hasta en una propaganda que puede verse por estos días: tipos y tipas que se proponen hacer cosas en el nuevo año y cuyas promesas naufragan en el acto... El que se morfa todo quiere adelgazar; la desordenada va a poner orden; el irascible no se enojará más...

Está muy bueno tener metas; es más, una vida sin objetivos deviene en chatura, monotonía y en una animalidad presa por el devenir de los días (lo parió). Y como contrapartida (qué suerte que existen al menos dos bibliotecas: los sofistas, charlatanes y verseros, agradecidos), he aprendido a descofiar de las promesas ampulosas, por cuanto tienen el constitutivo de que los cambios deben operar en nosotros. Y es difícil dar giros copernicanos o cualquier otro giro sobre la marcha y pasar a ser de repente otros tipos.

Entonces la promesa-objetivo formulada cuando uno está en pedo o al menos alegre, choca por todos lados en este nuevo año. Choca su carácter verbal contra el de la dura realidad, choca su pretenciosa frontera contra los modestos y cercanos (malos) pasos cotidianos; y choca su altura y lejanía con esta cosas que realmente somos, más bien bajitas o chatas (chatas, dije: lean bien) y cercanas, tan cercanas que al final no sólo nos parecemos: somos eso...

Pero bueno: la promesa está hecha. Tiene una primera dificultad: el momento elegido para el cambio es el día más atípico del año. Algunos definen al primero de enero como el día internacional de la resaca. Y si no fuera así, igual uno amanece o mediodíaece o atardece o anochece tirado en su cama y su casa y en su mismo cuerpo maltratado de ayer, del año pasado, y debe, debería empezar a complir su promesa. No hay nadie en la calle, no hay un negocio abierto, hasta los perros duermen. Mal momento para salir a trotar, ordenar los cajones y escritorios, o hacer una profunda instrospección buscando en el fondo, muy en el fondo, al otro yo que prometimos ser delante de tanta gente, todos conocidos, encima.

Mal día, porque al rato (a sabiendas de que ayer no estabas ya en tus cabales) te invitan al post mediodía para darle al cerdo que quedó (esta vez nos referimos a la comida) de la noche, al medio barril (hablamos de bebida) y a los catorce vinos de distintas marcas y calidades que sobraron. Y otro alguien te invita a la picadita de la noche, por lo que todos aquellos que elegimos hacer algunas suerte de régimen, la moción queda pulverizada y pasa automáticamente, con suerte para el 2, para el 3, para después de reyes...

Mal día y mala época: al toque vienen las vacaciones y uno disfruta de salidas todo el tiempo, o comidas ocasionales que son exactamente lo opuesto a un intento de reglamentar nuestras ingestas, acotar las porciones, minimizar o directamente desterrar las libaciones.

Así es que todas vuestras y nuestras promesas son honorables, desde luego, y trataremos de honrar los cambios sugeridos, susurrados y gritados en la mesa de fin de año. Pero ya sé por experiencia que un objetivo es bueno pero me contento con dar este primer pasito: morfar menos hoy, salir a caminar hoy, ordenar un puto cajón o un sector del armario hoy...

Lo más difícil es cambiar hábitos, ser consecuentes y consistentes (bueno: quien observa mi abdomen no podrá acusarlo de inconsistente...); del mismo modo que no es fácil ir aceptando en parte quienes verdaderamente somos. Entre la aceptación, la resignación y la rebeldía transcurren estos días. La próxima vez, voy a ser más claro en mis formulaciones. Lo prometo.