Con rumbo a India

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El itinerario señalaba que el viaje iniciado en Ezeiza, con escala en Ciudad del Cabo, tomaba el perfil propio en Mumbay (antes Bombay) con final en Delhi, luego de una estancia en Nepal como modo de conocer una pequeñísima parte de la mítica Katmandú.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA.

Ajusté los cierres de mi valija, fiel compañera de años de mis andanzas por el vasto mundo, ese que es “ancho y ajeno” como dijo algún poeta. Dejé bastante espacio libre en ella para acomodar, a futuro, los regalos y recuerdos que con seguridad traería a mi regreso al suelo natal. Esta vez la aventura sería descubrir la India.

Las estribaciones imponentes de la cordillera de los Montes Himalaya serían el límite de nuestra travesía, a veces en tren, otras en ómnibus y algún vuelo interno visitando sucesivamente Udaipur, Jodhpur, Jaipur, Agra -con su imponente Taj Mahal- y Cajurao, con sus templos enormes de piedra granítica mostrando en sus relieves exteriores -de una calidad plástica de indiscutida excelencia- todas las formas del erotismo humano sin prejuicios: una suerte de enorme Kama Sutra finamente esculpido, enlazando en distintos niveles los templos protegidos por la fronda tropical, salvándose así de la prejuiciosa moralina del imperialismo inglés, otrora dueño del país.

Llegaríamos a Varanasi (la antigua Benarés), milenaria ciudad recostada sobre el río Ganges, finalizando el periplo en Katmandú, indescriptible por su belleza enraizada en el tiempo, como índice de la aventura humana, desde la bella pagoda del Buda a los rituales sagrados de la Diosa fluvial Ganga. Conservo imágenes imborrables de lo vivido.

De Katmandú, en vuelo a la etapa final Delhi y allí la indescriptible emoción de visitar la plataforma-monumento dedicada al Mahatma Gandhi, flaqueado por los homenajes fúnebres al Pandit Nerhu y a Indira Gandhi. Enfrentarme con el recuerdo in situ de estos personajes, admirados por mi, me sacudió profundamente.

Viaje maravilloso a la India, espacio del mito. La trascendencia humana hacia estancias superiores del alma, territorio inmenso en el que conviven la religión, el mito, el esplendor de la riqueza, los agobios inconmensurables de la pobreza al límite.

Volvería -si pudiera- una y otra vez a esos y otros lugares del subcontinente de los contrastes extremos. La calidez de su gente, la elegancia de sus campesinas atravesando sembradíos y acequias, portando enormes fardos en sus cabezas cubiertas por ondulantes “saris” con su elegancia innata, seguras de su ser y estar en el mundo; delgadas y ondulantes como los cañaverales a lo largo de los caminos, la mirada profunda, en enormes ojos negros aterciopelados, de niños curiosos que miraban al extraño de piel un tanto más clara y de esos ralos cabellos cenicientos que les preguntaba esto y lo otro, sólo para ver la seguridad de sus acciones. Una y otra vez vuelve a mi memoria ese viaje que conjugó los opuestos mostrando otro modo de ser y estar en el mundo.

Tiempo después, cuando relataba mi mínima participación en los ceremoniales baños lustrales del río Ganges, alguna persona cercana exclamó: “No me vas a decir que te metiste en esas sucias aguas”. Con absoluta certeza respondí: “Son mucho más limpias que las aguas de nuestra Laguna Setúbal”. El prejuicio, la ignorancia frente a lo desconocido se manifestaba otra vez sin tapujos. En mis viajes por el mundo siempre he tenido como plataforma el conocimiento por mí mismo, sin recostarme en discursos ajenos, esos que se aturden la conciencia del “nosotros somos los mejores”. Bastante lejos de ello estamos. Basta vivir la experiencia para constatarlo.

EL REENCUENTRO ANTES DE LA GRAN AVENTURA

Esta vez el viaje sería grupal, según lo pautado por la agencia. Se trataba de lugares en los cuales un guía bilingüe -nativo, profundo conocedor de lenguas, usos y costumbres, con un excelente y fluido castellano- nos guiaba. Toda una buena fortuna para un grupo reducido de argentinos expectantes, todos adultos mayores provenientes de distintos puntos de nuestro país. Nos encontramos, nos conocimos en el aeropuerto de Ezeiza y rato antes de embarcar el Malaysia Airlines hacia la ruta directa Buenos Aires - Kuala Lumpur (Sumatra). Viajeros residentes en Comodoro Rivadavia, Santa Rosa, Córdoba, Chascomús, Mar del Plata, Santa Fe confluíamos, empujados por parecidas inquietudes. En el largo vuelo nos fuimos conociendo. Cabía el refrán: “Dios los cría y ellos se juntan”. Tuve la buena fortuna de vivirlo.

El primer contratiempo, serio en este caso, se resolvió de un modo cuasi mágico. Sucedió, pues, que una viajera más que sesentona, voluminosa ella y con problemas en su desplazamiento precisamente en el aeropuerto, en Kuala Lumpur, apenas arribados y listos para el reembarque hacia nuestra primera estancia en la India, había perdido su pasaporte. No hubo forma de que embarcara con nosotros. No era posible. Imaginando que retornaría obligadamente a la Argentina, nos despedimos con mucho agitar de pañuelos y algunos ojos llorosos.

En la tarde del día siguiente, ya alojados convenientemente, la vimos aparecer lo más campante, arrastrando literalmente su valija: abrazos, sorpresas, exclamaciones.

Sucedió que alguien había encontrado su pasaporte, caído por ahí. Lo entregó a un agente policial del aeropuerto quien, acompañado por personal de la compañía aérea, la encontraron sentadita, con la mirada perdida entre tanto barullo del enorme aeropuerto. La trasladaron a un hotel cercano. Allí se alojó por una noche. En la tarde del día siguiente estaba con nosotros. Nos abrazamos a los gritos, como hinchas al final de un torneo de fútbol. Ya se sabe que los argentinos somos “muy, muy expresivos”.

Al día siguiente comenzaría la aventura real, iniciándose con un viaje en ferry desde Delhi hasta las Grutas de Elephanta, atravesando el azul, mítico lugar de las aventuras de Aladino en busca de su lámpara maravillosa: el Mar Arábigo de los cuentos que en ese momento era, para nosotros, un inmenso espejo de agua. Brama, el Creador, y Vishnú, el Protector, nos protegerían. Pero esa es otra historia.

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