Crónica política

Moral y política, una relación compleja

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Rogelio Alaniz

“Todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. Albert Camus

Las relaciones de la política con la moral siempre han sido complicadas y, en más de un caso, incompatibles. Desde Maquiavelo a Weber, pasando por Pareto y el propio Marx, la moral parecería ser un elemento desechable, subordinado a intereses superiores, cuando no una peligrosa reivindicación de personajes ascéticos y sombríos que pretenden organizar a la sociedad como si fuera un convento.

El cinismo, es decir el desconocimiento de la existencia de normas morales; o la hipocresía, con su retórica a favor de virtudes que nunca se practican, parecen ser las consecuencias inevitables de todo intento de relacionar la moral con la política. Como contrapartida, lo curioso es que mientras en términos prácticos la moral es un insumo descartable; por otro lado, nadie, ni el político inescrupuloso, ni el empresario corrupto, ni el votante escéptico, van a decir una palabra en contra de la moral. Parecería que lo que en términos prácticos se desprecia o se subestima, a la hora de las declaraciones todos se llenan la boca en nombre de una moral tan excelsa y virtuosa que nadie puede dejar de invocarla con comodidad, porque en realidad nadie está decidido a tomarla en serio.

Para la izquierda, la moral suele ser un recurso de las almas bellas o de pequeños burgueses ilusos incapaces de ir al fondo de las cosas que, como se sabe, son las relaciones de explotación capitalista. La moral, para ellos, sería una excusa, una confusa nube de humo o una coartada para distraer a las masas de lo más importante, que es la lucha por la toma del poder. Para la derecha, la moral es siempre mirada con recelo por su tendencia a desentenderse de las realidades prácticas. El pragmatismo, o lo que un hombre de derecha entiende por pragmatismo, más que una filosofía es una excelente coartada para justificar lo injustificable.

Por su parte, el populismo ha hecho de la amoralidad un manual de conducción política. Desde la izquierda nacional a las versiones del nacionalismo popular, la moral no sólo es el recurso de la derecha o el antipueblo para atacar a los gobiernos populares, sino que en nombre de esas “efectividades” han teorizado acerca de las virtudes de la corrupción siempre y cuando la practiquen “los nacionales” y no los extranjeros. Eso y otorgarle a los ladrones y corruptos de todo pelaje una luz verde, es más o menos lo mismo. Pues bien, el populismo lo hizo y de esas consideraciones se nutren y se legitiman, personajes como Jaime, Boudou, Echegaray, Fernández o, por qué no, los propios Kirchner, quienes también hicieron sus sagaces y oportunos aportes verbales a la necesidad de enriquecerse más allá de las normas y las leyes.

No, la moral no tiene buena prensa política. Y sin embargo, sin un piso mínimo de principios morales, una sociedad, un proyecto político, una clase dirigente, no tienen posibilidades ciertas de realizarse. Para saber de lo que estamos hablando es importante desechar dos grandes malos entendidos: el que reduce la moral a un acto privado desconectado de cualquier connotación social, de cualquier relación con los otros; y el que asimila la moral a un conjunto cerrado de dogmas exigido por el líder o la autoridad religiosa. Ni código privado, ni teocracia totalitaria, la moral pública a la que me refiero tiene que ver con un conjunto de valores prácticos, aquellos que hacen posible las relaciones humanas, ese mínimo comportamiento que nos permite convivir con nuestros vecinos, con el almacenero de la esquina, el verdulero de la vuelta y el compañero de trabajo.

En términos históricos, las diferencias entre países desarrollados y los que no lo son, es también una diferencia moral. En el mundo del desarrollo, los hombres no son más buenos, sino más confiables y previsibles, confianza y previsibilidad que deviene de un comportamiento moral, si por moral entendemos aquellas costumbres que han ido construyendo las sociedades modernas y que un sociólogo definió con un término algo impreciso pero práctico: progreso moral.

Lo que estas sociedades enseñan no es la existencia de una moral sombría, exigida por funcionarios o clérigos fanáticos, sino una moral media en la que cada persona pueda desarrollar sus propios objetivos de vida sin perjudicar a los demás. La diferencia con los regímenes teocráticos es que en este caso, la moral es una exigencia impuesta desde el poder, mientras que en las sociedades abiertas es una consecuencia de la autonomía del hombre. En un caso, la moral es impuesta desde afuera; en el otro, es un proceso interno; en un caso, el dictador o el clérigo dictan los principios morales; en el otro, cada individuo dicta su propio código moral.

Lo curioso es que en la sociedades atrasadas donde la corrupción penetra en todos sus intersticios, el “discurso moral” parece ser más exigente, mientras que en las sociedades abiertas, no hay discursos oficiales acerca de la moral, porque la sociedad lo ha internalizado. Otra distinción: en las sociedades tradicionales la moral es exclusiva y excluyente, mientras que en las democráticas la moral está abierta al debate y nadie puede atribuirse la titularidad de las virtudes.

Ese consenso moral mínimo, que hace posible el funcionamiento de una sociedad, es lo que hace más transparentes las relaciones sociales y constituye el fundamento de una opinión pública exigente con sus gobernantes. Como lo dijera en su momento un conocido periodista europeo: no es que nuestros gobernantes sean buenos, sino que nosotros, los ciudadanos no les permitimos que sean malos. No se trata de exigirles a los políticos que sean santos, sino de impedirles que se parezcan a un capo mafioso. Para que esto último no ocurra, es necesario establecerle a los gobernantes las mismas exigencias que tenemos para desenvolvernos en nuestra vida cotidiana: responsabilidad, conductas previsibles. O, como le gustaba decir a Sánchez Viamonte: manos limpias y uñas cortas. Para cumplir con estos requisitos no hace falta ser Francisco de Asís o la madre Teresa de Calcuta; alcanza y sobra con ser decente. ¿Y qué es ser decente? No hace falta un seminario de hermenéutica para saber cuáles son las virtudes públicas que incluye este concepto.

Desde el punto de vista de la clase dirigente, un consenso moral mínimo es decisivo a la hora de legitimar el poder, en tanto toda legitimidad se funda en un principio moral. Un dirigente puede equivocarse, pero una cosa es equivocarse y otra ser ladrón; un dirigente debe ser realista, pero el realismo no es una excusa para corromperse; la ética de la responsabilidad no es una coartada para hacerse millonario con los recursos públicos Siempre se ha dicho que primero hay que tomar el poder, o desarrollarse como nación y después ocuparse de la moral pública. En todos los casos y con recursos teóricos diversos, el hecho moral es el último orejón del tarro. A muchos le resulta práctico y cómodo. Sin embargo, lo que la experiencia histórica enseña es que los países desarrollados han empezado por definir en primer lugar un consenso moral como requisito de futuros emprendimientos. No hay desarrollo, igualdad, sociedades abiertas sin ese piso moral mínimo. En este sentido, la moral no es una consecuencia social de los cambios, sino la condición necesaria para que esos cambios se produzcan.

Se puede ser liberal, conservador o socialista. No ignoro las diferencias y la importancia de esas diferencias, pero lo que hemos aprendido es que los mejores ideales no han fracasado por sus contenidos o intenciones sino porque fueron traicionados en nombre de la lógica del poder o la pasión del dinero. No se trata de subestimar el valor de las ideologías o de los proyectos económicos y sociales, sino de colocar en el plano político que se merece el hecho moral y, en este caso, la exigencia moral. Todo puede, merece y debe discutirse, pero una sociedad permisiva o cómplice con dirigentes ladrones, falsarios o corruptos no tiene destino, como tampoco lo tiene una clase dirigente que en nombre del cinismo, la hipocresía o el “relato” supone que todo le está permitido.


Todo puede, merece y debe discutirse, pero una sociedad permisiva o cómplice con dirigentes ladrones, falsarios o corruptos no tiene destino.