En Udaipur

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En la entrega anterior, el autor relató sus vivencias en el viaje que incluyó Mumbay (antes Bombay) y Delhi, en India, y la mítica Katmandú, en Nepal. En esta última nota, se refiere a Udaipur, en India, con palacios exóticos y templos sagrados.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA.

 

En la soleada mañana primaveral arribamos, en excelente vuelo directo, desde Mumbay a Udaipur. La breve estancia allí fue magnífica, viajando de asombro en asombro. La esplendorosa luz de los días nos permitió recorrer, mirar y admirar lugares, espacios, palacios y templos cuyo impacto visual resulta imposible de traducir a la palabra.

Palacios monumentales, construidos hacia el 1700, intactos, bellos en su diseño arquitectónico; reales obras de arte intemporales definían nuestro horizonte de sorpresas. El cielo se espejaba en el lago Fatehsagar. El Templo Jainita de Ranakpur nos dio la conciencia de nuestra insignificancia física. Apenas centros móviles en las terrazas abiertas, ornamentadas por tallas y relieves pétreos ajustados a otra concepción plástica que la de tradición artística occidental.

Las bellas tallas y relieves pétreos se sucedían y narraban, elípticamente, la esencia espiritual de los lugareños, fieles o no a la religión Jainita Hindú. Experiencias parecidas se repetirían frente a las murallas del Templo Jagdish. Sin dudas, una vez más constaté la enorme distancia espiritual que media entre occidentales y orientales, conciencia moral que se refleja en gestos, acciones, en fin, en lo que llamamos cultura. A algunas personas lo “diferente” las atemoriza; a otras, nos seduce.

Viajar en microómnibus por rutas y caminos, atravesando el Estado de Rajasthán, nos permitió un directo contacto con la campiña, con pequeños poblados en los cuales la vida se recortaba en estampas del diario vivir, sin dudas difícil. Nos detuvimos una y otra vez. Queríamos estar cerca de las situaciones observadas, intentando comunicarnos. Alguna vaca nos obligó a detenernos por algún momento.

LUGARES SANTOS

Un artesano nos mostró su trabajo y su modo de trabajar. Estábamos, literalmente, encantados. Al fin llegamos a uno de los lugares santos. El principal templo en el complejo era el de Chaumukra.

Erigido a principios del siglo XV, sus innumerables salones tapizados por mármoles y espejos, sostenidos sus elaborados cielorrasos por cientos de columnas, cada una con capiteles distintos, nos llenaron de admiración. La calidad de ejecución artística se sostenía por si misma a través de los siglos. Nada de chapucería mercantilista ni resolución descartable según los vaivenes del mercado. El misterio eterno de la creación plástica puesta en obras trasudando la condición humana en su mejor perfil.

Llegamos, luego, a un parque jardín con sus templetas y sus fuentes de agua. Un grupo numeroso de mujeres lo recorrían conversando. Sus multicolores vestimentas ondeaban al viento. Nos saludaron al pasar con la amabilidad proverbial de su cultura.

Propuse a un compañero de viaje que me tomara una foto. Al acercarme a ellas, que no tenían inconvenientes en acompañarme en ese registro visual, el sobresalto estalló cuando extendí mis brazos al modo usual entre nosotros, eso de apoyar nuestras manos en hombros vecinos. Caí en la cuenta, de manera inmediata, de mi desatino involuntario. Todo se resolvió entre sonrisas y cumplidas explicaciones. Hay pequeñas cosas que señalan distancias enormes, que no son ni mejores ni peores. Simplemente son perfiles distintos que, sin dudas, enriquecen a la cultura humana en sus rasgos cotidianos. Desde el registro fotográfico que conservo, memoro el sonido de las risas del momento ante mi desatino.

MÁS VIVENCIAS

El Fuerte Mehrengath, enclavado en el montañoso risco de 125 metros de altura, me permitió otear el horizonte del paisaje, sus enclaves habitados que fugaban a la distancia, uniendo el horizonte. Desde allí al bullicioso mercado callejero, la compra y puesta del turbante de rigor, en mi caso, para luego inspeccionar los “Tuc-tuc”, especie de moto encapotada con asiento posterior para tres ocupantes. Una clase de taxi del lugar, imagen que vi luego en otros sitios. El precio del pasaje se negociaba. Ya estaba ducho en esos menesteres, y no fallaba.

Me despedí del majestuoso palacio de Umaid Bhawan, sacudido por tanta belleza intemporal. Con buen criterio, esos lugares se protegen pues convocan al turismo sin apelar a tonterías mercantilistas. Se muestran al mundo seguros de sí, de su valor y del interés que despiertan.

En la mañana del día siguiente, el Tren Intercity Express en un impecable viaje de cinco horas a ritmo regular, con servicio y atención notables, nos acercaría a la denominada “ciudad rosa”, en Jaipur. Pero eso es otra historia.

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