Crónicas de la historia

Jorge Obeid

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por Rogelio Alaniz

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Vivió la política con la pasión de los hombres justos. Se propuso vivir su tiempo con intensidad, asumiendo sus riesgos, sus penas y sus júbilos. Desde muy joven decidió ser un protagonista, no un observador. Siempre dio la cara. Si los hombres que valen son los que se ponen a prueba en las situaciones límite, él supo aprobar con dignidad estos desafíos.

Más allá de los alineamientos ideológicos, sabemos que hay muchos modos de ejercer la política, modos que definen un estilo y una ética, una manera de estar en el mundo y de relacionarse con los otros. La política puede ser un oficio noble o indigno, una virtud o un vicio, una causa al servicio del hombre o una coartada para el privilegio. Obeid decidió vivir la política desde las convicciones, el compromiso y la pasión. Siempre se esforzó por entender el tiempo en que vivía, aprendió a corregir lo que era necesario corregir y supo cambiar cuando era necesario hacerlo, pero quienes lo conocimos sabemos que en lo que importa, en lo que decide y define una vida, entre el joven apasionado de la militancia universitaria y el hombre mayor, había un hilo conductor, una identidad profunda que trascendía las vicisitudes de la historia

No era ingenuo ni desconocía las tramoyas de la política, pero perteneció al linaje de los hombres que cuando se miran en el espejo no desconocen su rostro profundo. Fue Montonero, pero supo decirle adiós a las armas. Nunca se arrepintió de haber luchado por el retorno de Perón, pero se hizo cargo de sus errores y excesos que fueron los errores y excesos de una generación y una época.

La historia juzgará sus gestiones como intendente y gobernador. Yo, por lo pronto, nunca lo voté y él lo sabía. Tampoco ahorré criticas a su gestión que él aceptaba, aunque nunca dejó de discutir y defender sus puntos de vista, porque no era un hombre complaciente. Jamás lo voté, y es desde este lugar que digo sin remordimientos, sin pena y con un secreto orgullo que no me avergüenzo de haber vivido en una ciudad y en una provincia en el tiempo en que fue intendente y gobernador.

El futuro evaluará sus aciertos y errores, pero el presente nos informa que fue un gobernador decente cuyos errores, si los tuvo, provinieron de sus límites, no de su venalidad. Fue un peronista irreductible y apasionado, pero se las ingenió para ser el gobernador de todos los santafesinos. Hasta sus adversarios más duros admiten que aceptó las reglas de juego de la democracia. El destino, que no es tan arbitrario como parece, lo colocó en el lugar histórico de ser el único gobernador en la historia política de la provincia que entregó los atributos del mando a un gobernador electo de otro partido. ¡Ironías de la política! Ese ejercicio práctico de la alternancia, que para mí es su virtud, para muchos peronistas constituyó un defecto imperdonable, un error que aún hoy no le perdonan.

Repito, ya habrá tiempo de escribir sobre sus gestiones; por ahora, desde la conmoción afectiva de su muerte, me importa recordar a un gobernador que salía a caminar por la calle con su mujer del brazo, que asistía a la graduación de su hija sin escoltas y sin protocolos y al que nunca el cargo le impidió celebrar con los amigos el mito de la amistad acompañado de la buena mesa y el buen vino.

Denle a un hombre poder y lo conocerán para siempre. Obeid lo tuvo y siempre fue el mismo. Como los verdaderos demócratas no creía en los fuegos de artificio del poder. Bastaba verlo caminar por la calle, saludar a un amigo, mirar a una hermosa mujer, sentarse a la mesa de un bar, para saber que creía en su humanidad y no en el cargo. Le gustaba contar historias y escucharlas. Se reía con ganas e incluso era capaz de reírse de sí mismo. Recibió en vida todos los honores de la política, pero, como se dice en estos casos, nunca se la creyó. Para los amigos y los conocidos fue siempre el Turco Obeid. O el Turco a secas. A nadie le negaba conversación, no establecía distancias ni cercos a su alrededor. Sabía hacerse respetar, y cuando se enojaba era bravo, pero no confundía honor con protocolo. No sé si alguna vez leyó que a un político democrático se lo conoce por su capacidad para reducir al mínimo la distancia entre gobernantes y gobernados. No sé si lo leyó, pero me consta que lo practicó y lo hizo sin alardes ni demagogia.

Una noche, en un parador del autopista Santa Fe-Rosario, lo vi haciendo cola con su bandeja para ser atendido. Lo hacía con naturalidad, sin posar de modesto. Yo lo observaba a la distancia y escuchaba el murmullo curioso de la gente. Pidió un café, una media luna y se sentó a una mesa del bar. Era el gobernador de la provincia, pero se movía como si fuera un hombre más, se movía con la soltura y la íntima dignidad de un demócrata. Otra vez yo estaba con un amigo cenando en un pequeño comedor de calle Saavedra. Pasó caminando por la vereda, me vio y se acercó a la mesa. Nos acompañó con un vino y se despidió con un apretón de manos. Estaba vestido con un vaquero y una remera blanca. No estaba posando de demócrata, estaba haciendo lo que le gustaba hacer, ser un hombre que puede darse el gusto de caminar por las calles de su ciudad sin necesidad de estar recordándoles a todos que es el gobernador. Esos gestos, le nacían de la verdad de su cuerpo, de la certeza de sus convicciones íntimas, de su manera de vivir el peronismo.

Sería exagerado decir que fui su amigo, pero nos teníamos mucho afecto, un afecto sostenido a lo largo de los años, de las vicisitudes de la política y de la historia. No sé si practicó la transversalidad política o si creía en ella, pero me consta que durante toda su vida ejerció la transversalidad de los afectos. Obeid siempre fue un político y es inútil entenderlo desde otro lugar, pero siempre supo estar más acá y más allá de la política, siempre creyó que la política era importante, decisiva en algunos casos, pero siempre presintió que había algo que iba más allá de la política, y ese “algo” que él percibía como una intuición, lo supo elaborar con los valores del humanismo y la pasión del asombro.

Su curiosidad era inagotable, sus ganas de vivir, desbordantes. También su sentido del humor. Gustaba de las paradojas y las pequeñas transgresiones. El peronista de toda la vida decía que el personaje que más admiraba de la historia se llamaba Juan Lavalle. Creía en esas respuestas, pero además se divertía. También se divertía hablando de Borges o recitando los poemas de Pessoa. Los libros ocupaban un lugar importante en su vida y su biblioteca era amplia, con textos ajados, con anotaciones al margen, como corresponde a un hombre culto que recurre a los libros para indagar en los secretos de su tiempo.

Sabía lo que yo pensaba del peronismo y más de una vez hemos discutido sobre esas diferencias insalvables. Nunca me dijo “gorila”, porque era respetuoso, pero seguramente lo pensaba o lo comentaba con sus compañeros. Yo nunca le dije “facho”, porque no lo era, pero jamás disimulé las diferencias que teníamos. Nunca desconocimos las exigencias de la política, pero los dos sabíamos que lo más importante que teníamos para decirnos no era político. Creía en los linajes políticos. Él era peronista y yo no lo era, y así debía ser. Una vez me dijo: “Mi hija, Alejandra, es amiga de tu hijo Ignacio; ella está en la Juventud Peronista y el tuyo en Franja Morada. Así debe ser”.

Una de las últimas veces que conversamos fue en el velorio del cura Rosso con el que mantenía una intensa relación de amor-odio. En cierto momento me dijo: “Me gustó lo que escribiste de Atilio y yo sé que cuando me muera vas a escribir de mí, porque me querés y vas a tratar de ser justo conmigo”. Esto ocurrió hace más de dos años. Él estaba sano y, si no me equivoco, el que tenía que ir al médico para iniciar un tratamiento era yo. Sin embargo, el que se murió fue él y el que ahora escribe soy yo.

Esa noche, antes de separarnos me regaló su libro sobre Fidel Castro. La dedicatoria era sugestiva y aún la guardo: “Al amigo con el que compartimos la debilidad por las buenas novelas, los buenos vinos y las malas mujeres”. Sabía de lo que estaba hablando. Yo también.

Fue un peronista irreductible y apasionado, pero se las ingenió para ser el gobernador de todos los santafesinos.