Infinita mente pequeña (II)

Cerebro, cambios de dieta y una paradoja alimentaria

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“Naturaleza muerta con pejerreyes” (1866) de Cándido López.

 

Carlos E. Morel

“Y entonces el hombre dominó el fuego, y se lo dio a la mujer para que juegue”. Vincenzo Tacconi, “Génesis apócrifos”, Bompiani, Sonzogno, Etas S. p A., 1979.

¿El cerebro humano es una singularidad dentro del reino animal? ¿Somos de verdad especiales? ¿Qué nos hace de verdad diferentes de las otras especies?

Parece haber una relación entre el volumen del cuerpo de los vertebrados y la magnitud de sus cerebros, aunque no es del todo proporcional; los más pequeños tienden a tener cerebros mayores si se los compara con su masa corporal: el animal con el encéfalo más grande para su estructura física es el colibrí.

Sin embargo, los mamíferos no están comprendidos por esta regla; la proporción entre el volumen del cerebro y el del cuerpo sigue una ley general que difiere del resto de los animales; y aún así, ciertas familias tienen cerebros entre 5 y 10 veces mayores que lo que prevé esa descripción y, con frecuencia, los depredadores suelen superar a las presas. El cerebro de una vaca puede pesar unos 450 gramos, pero el de un leopardo, con una masa total por cierto menor, alcanza unos 540.

Basados en evidencias por lo menos intangibles, los estudiosos afirmaban, hasta no hace tanto tiempo, que el cerebro de todos los mamíferos estaba hecho de una misma materia. En esa dirección de pensamiento, la cantidad de neuronas -las unidades funcionales encargadas del procesamiento de la información sensorial y cognitiva- tenía que ser concordante con las dimensiones; cualquier comparación se hacía en términos de tamaño.

Del cerebro y las neuronas

Con una masa cerebral de 360 gramos, un orangután y un manatí deberían tener el mismo número de neuronas, pero no es así. Un cachalote, cuyos sesos llegan a pesar 9 kilogramos, debería de ser el animal con más neuronas sobre la tierra. Los seres humanos, según esta teoría, tendríamos un poco menos de células nerviosas que el fascinante delfín nariz de botella. ¿Es así?

Las observaciones más recientes muestran que las neuronas de los roedores, en promedio, son bastante más voluminosas que las de los primates. Durante la gestación, el cerebro de las ratas se agranda con rapidez, pero no crece el número total de células, lo que les limita la capacidad de adquirir habilidades cognitivas. Los cerebros de los primates, por el contrario, desarrollan una gran cantidad de neuronas con un tamaño muy reducido y, al cabo, economizan espacio y recursos.

Las investigaciones de los últimos años enseñan que el cerebro humano medio tiene alrededor de 86 mil millones de neuronas (un poco menos de las que se daban por ciertas sin ninguna base científica años atrás). El cerebro de un primate genérico con ese número de neuronas pesaría unos 1.200 gramos, lo que confirma nuestra pertenencia familiar. Si tuviésemos las neuronas de un roedor, nuestro cerebro alcanzaría los 40 kilogramos -lo que aplastaría al tejido nervioso de la base- y seríamos monstruos de 90 toneladas.

De estos datos se desprenden varias conclusiones parciales. La primera es que los cerebros de distintas especies están hechos de manera diferente. La segunda es que no somos roedores, sino primates.

Los científicos solían explicar que lo que nos hace especiales es que tenemos un cerebro que demanda demasiada energía y que es enorme si se lo compara con nuestro cuerpo, lo que parece una descripción y una expresión de deseos, más que una teoría acabada.

El cerebro humano es, casi con certeza, el que tiene más cantidad de neuronas en absoluto. Su tamaño es el triple del de un gorila, animal que es tres veces más grande que un hombre. Si bien su masa es apenas el 2 por ciento de la masa corporal, consume el 25 por ciento de toda la energía que necesitamos para vivir.

Alteración evolutiva

Para una persona normal de entre 60 y 70 kilogramos, la demanda es entonces de unas 500 kilocalorías diarias, es decir, 6 kilocalorías por cada mil millones de neuronas. Las neuronas son costosas, pero esa tasa se ubica dentro del gasto esperable para un gran primate: lo único que nos distingue es el número total de células, no su consumo energético.

El cerebro de los orangutanes tiene alrededor de 30 mil millones de neuronas y gasta unas 175 kilocalorías. Para abastecer esa demanda, ingieren alimentos crudos durante más de ocho horas al día y necesitan una estructura corporal pesada y voluminosa para conseguirlos.

Si el tamaño de sus cuerpos acompañase al de sus cerebros con las proporciones de los humanos, deberían pesar unos 25 kilogramos: parece claro que ceden neuronas para alcanzar una masa física que les permita proveerlas de energía y a la vez no sobrepasar el máximo de calorías que pueden obtener; la cantidad de neuronas y el tamaño del cuerpo se compensan entre sí.

Los homínidos que suponemos nuestros ancestros, con sus encéfalos pequeños y cuerpos gigantescos, se parecían mucho más a los orangutanes y gorilas que nosotros. Pero algo, en algún momento, empezó a cambiar y hay evidencia de que hace más de un millón y medio de años comenzamos a dominar el fuego lo que, además de un punto de inflexión cultural, supuso una alteración evolutiva.

No estaríamos aquí si nos alimentáramos como el resto de los primates.

Crudo y cocido

La cocción agregó a nuestra dieta las proteínas y los hidratos de carbono complejos que necesitábamos para nutrir a más neuronas; nuestro cerebro las sumó hasta casi duplicar las de un homo erectus; nutrientes indigeribles en su estado natural, como la celulosa y el almidón, entraron en nuestro menú; muchas toxinas presentes en los vegetales se transformaron en alimentos sanos; cocinar no sólo nos permitió absorber más energía, sino además hacerlo en mucho menos tiempo y con menos desperdicio.

El fuego extendió nuestra actividad a las horas nocturnas, nos libró de buena parte de los esfuerzos de buscar comida, ingerirla y protegernos de los depredadores y de las inclemencias climáticas; nos dio tiempo para pensar en otras cosas y desarrollar una dinámica mental diversa.

Lo que siguió después acabó por describir un círculo paradojal e irónico.

Evolucionamos hacia el habla, la escritura, la cultura, la agricultura, la urbanización, la civilización, la industrialización y la así llamada era del conocimiento.

Llegamos a una encrucijada en la que aquella solución ingeniosa para la demanda de energía extraordinaria de las neuronas volvió a los alimentos eficientes en extremo, al punto que hoy debemos limitarnos y regresar a las comidas hipocalóricas crudas.

Si somos singulares es porque cocinamos. Y es posible que seamos humanos por eso también.