editorial

  • El mensaje es claro: quien se atreva a investigar a funcionarios del gobierno deberá estar dispuesto a enfrentar las consecuencias.

Los costos de investigar al poder

La figura del fiscal José María Campagnoli está en el centro de una verdadera tormenta desde el preciso momento en que osó investigar al empresario kirchnerista Lázaro Báez.

En diciembre, la procuradora Alejandra Gils Carbó promovió la suspensión del funcionario judicial, quien en los próximos meses deberá enfrentar un juicio político por supuesto “mal desempeño” y “abuso de poder” en el caso de lavado de dinero.

Pero eso no es todo. En las últimas horas, el equipo de especialistas que trabajó junto al fiscal en esta causa también comenzó a pagar las consecuencias. Se trata de los integrantes de la Secretaría de Investigaciones Penales (Sipe) -abogados expertos en tecnologías informáticas-, quienes fueron desalojados del lugar donde trabajaban y desplazados a otro edificio, más precisamente a una especie de sótano donde hasta ahora funcionaba un archivo.

Según Campagnoli y sus ex colaboradores, se trata del desmantelamiento de la dependencia investigativa y de una represalia. Para la Procuración de la Nación, en cambio, la decisión apenas representa el cambio del lugar físico de trabajo de este equipo. Gils Carbó negó cualquier tipo de hostigamiento o persecución.

Frente a esta situación embarazosa, lo verdaderamente grave no pasa por una mudanza. Ni siquiera por el futuro del fiscal que deberá enfrentar este juicio político y responder allí por sus actos.

Lo más preocupante es el mensaje que el gobierno se ha encargado de emitir al Poder Judicial y a la ciudadanía en general: quien se atreve a investigar al poder, debe estar dispuesto a afrontar las consecuencias.

En el caso de Ciccone Calcográfica, otra causa que mantiene en vilo a personajes del gobierno y que cuenta como imputado al vicepresidente Amado Boudou, también existieron funcionarios judiciales que sufrieron los embates del poder por investigar o por el simple hecho de no impedir que otros lo hicieran.

En el camino quedó, por ejemplo, el ex procurador general de la Nación, Esteban Righi, quien por no impedir que los fiscales investigaran al vicepresidente terminó siendo denunciado por Boudou y debió renunciar a su cargo. Righi es un histórico del peronismo que, incluso, llegó a ser ministro del Interior durante la presidencia de Héctor Cámpora en 1973. Cuando de garantizar la impunidad se trata, poco importan los antecedentes y la ideología política.

Para el gobierno, el halo de protección de sus funcionarios debe estar garantizado. Tanto es así que en la causa de Lázaro Báez existen fuertes sospechas de que el titular de la Unidad de Información Financiera (UIF), el kirchnerista José Sbatella, viene incumpliendo con sus funciones.

De hecho, hace pocas semanas el juez federal Claudio Bonadio allanó la UIF en busca de documentación que podría comprometer a Sbatella. Es que el organismo demoró casi cinco años en enviar a la Justicia una serie de documentaciones sobre movimientos sospechosos de dinero en empresas pertenecientes a Lázaro Báez.

La sensación de impunidad y el descreimiento total sobre el funcionamiento de las instituciones termina imponiéndose sobre una sociedad que hace tiempo perdió la capacidad de asombro. Y no es casualidad que esto ocurra. Es, en realidad, el objetivo elemental de todo aquel que se alimenta de un esquema de corrupción.

La sensación de impunidad y el descreimiento sobre el funcionamiento de las instituciones termina imponiéndose.