El día de los enamorados

El día de los enamorados
 

Por si no enteraste (aunque la presión comercial es fuerte: raro eso de que un sentimiento tan noble se resuelva por el lado de la billetera), ayer fue el día de los enamorados en honor a un difuso San Valentín, que casaba a la gente según el rito cristiano aun cuando el emperador de turno lo había prohibido.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

El día de los enamorados se promociona con promociones: parece que los chocolates (en febrero por estas tierras se derriten, pero un enamorado ligero de palabra dirá que a él le pasa lo mismo cada vez que te ve), las flores y los peluches llevan la delantera; pero muchos otros comercios le apuntan, con precisa y cupídica flecha, al 14 de febrero. Hoteles, joyas, perfumes, restaurantes tienen ofertas especiales para que expreses de modo concreto y material todo ese amor ideal y espiritual que decís tener. No bastaría, en esta línea de análisis con el te quiero de todos los días: hay que ponerse.

He resistido tanto como pude los días de... pero es una batalla perdida. Encararla posee, en consecuencia, ese sabor heroico: qué gracia tiene una revolución cualquiera si uno ya sabe de antemano que tiene el triunfo asegurado.

También me ha sucedido que la vez que escribí sobre estos temas, invariablemente recibo carta de gente que está muy enamorada y que me esputa que soy desalmado, cínico o frívolo: cómo voy a reirme o a tomar en solfa (mi re sol) un tema tan -dicen- serio como el amor.

Pero yo insisto porque todos hablan del tema y yo no quiero ser menos. Por ejemplo: los chocolates que tienen forma de corancito y que se parten en dos para compartir. ¡Qué cretinada e hipocresía! En mi vida pude regalar un chocolate, un placer que tengo identificado como individual, solitario y no solidario, no partible en vez de compartible. ¡Minga voy a regalar chocolate! Y tienen otro problema: algunos traen versitos y rimas ramplonas, lugares comunes, clisés insoportables, que sólo pueden ser soportados por el sopor en que viven los enamorados. Una sola lectura bastaría para detectar su insuperable mala calidad y su carácter de mal regalo.

Lo mismo sucede con las flores. Yo entiendo que mucha gente trabaja de eso. Entiendo incluso que los vendedores callejeros te enrostran una rosa para que, insensible de miércoles, le lleves ese amoroso presente a tu amorosa ausente o presente. Pero de sólo ver esas flores embutidas en un celofán con corazoncitos zoncitos, de sólo pensar que ese regalo especial está hecho en serie y tiene un (in) discreto mal gusto, desisto de las flores, al menos las envasadas al paso...

De los peluches, ni hablar. Siempre desconfié de esos tipos. Jodidos esos almacenes de ácaros. Tienen ese falso aspecto tierno, artificial y caricaturizado que deviene en pesadilla. No regalo y, por favor, no me regalen peluche alguno, por más perfeccionados y de suaves y novísimos materiales con que hoy los hagan; por más que hablen (qué espanto que te repita con voz de falsete todo el tiempo: te quiero mucho, te quiero mucho; asesinable de una el muñequito); por más que tengan un corazón en el que se lee atemporalmente, incluso cuando ya te peleaste, “te amo”.

Como contrapartida, tenés los jodidos que te regalan peluches activos, de verdad: esos perritos o gatitos preciosos con moñitos y todo. A los tres meses él o ella andan retozando por ahí con otra u otro (o la combinación que elijan) y a vos te queda la adorable mascotita para el resto del viaje.

Probablemente para desazón de comerciantes, fabricantes y hasta de determinadas parejas, me pronuncio por corporizar el amor poniéndole el cuerpo (mirá qué canchero) y evitando simbologías cursis que lo estereotipen y finalmente, vulgaricen.

Por las dudas, y ya que estamos en el barrio, les recuerdo que el miércoles pasado se cumplieron cien años del corpiño, patentado en 1914. Ustedes festejen lo que quieran y como quieran. Y ni me escriban, ni me digan nada: toco y me voy. Ya toqué y ya me fui.