HUMOR: IMPROVISACIÓN, CÁLCULO Y RIESGO

Los artistas del aire

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Alejandro Dolina. Foto: ARCHIVO

Estanislao Giménez Corte

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I

Como ocurre en casi todas las actividades humanas (el deporte, los negocios, la ciencia), en las artes el observador atento no dejará de notar la existencia de una eterna, nunca resuelta, fascinante disputa, respecto de lo que podríamos llamar “los procedimientos” -o los métodos-. Ésta puede traducirse, al plano coloquial, en un “¿cómo llegar a?”. Ésta puede entenderse como la inevitable reflexión que, agazapada, nos detiene un momento antes de arrojarnos a la pretensión de obtener un resultado en algo.

Los futboleros escrutan el universo del balompié (y el universo todo), a partir de una tensión de base: conceptualistas vs. tacticistas. Para los primeros, aunque suene como una ironía, “lo más importante es el jugador”. ¿Qué dice esta frase, tan anémica en apariencia? Más o menos esto: que el éxito depende más de la inspiración individual que de la organización colectiva. Para los segundos, a la inversa, el sistema se impone siempre a la capacidad de una única persona. La mecanización de movimientos, esquemas y formaciones se impondría, así, al arrebato ocasional de un jugador brillante. La literatura ha dado encendidas polémicas entre los amantes de la construcción lenta y trabajosa de la frase “perfecta” (“el estilo marmóreo”, lo criticó Simone de Beauvoir) en oposición a una concepción más “oral”, espontánea y menos rígida.

II

En las performances de humor en vivo -creemos-, los artistas pueden verse en una disyuntiva semejante. A un lado se muestran los procedimientos “quirúrgicos” o “científicos”: modos de trabajar, en busca de la contracción del esternón del sujeto en cuestión, a través de una organización minuciosa de efectos, silencios, gags, palabras, énfasis. Una arquitectura que quiere un efecto espontáneo pero que se basa en un severo trabajo de organización, un sutil equilibrio de tempos, un cálculo. Un ejemplo puede ser Les Luthiers, exponentes hasta la extenuación del ensayo y el rigor. En otro lado vemos a los amantes de la improvisación, a los buscadores de aquella cosa que (sospechamos todos) está en el éter, con el consabido riesgo de poder o no encontrarla en ese momento, ese día, esa noche. La repetición mecánica de un guión probado puede ser efectiva, pero también quita espontaneidad y reduce el aspecto “vívido” de una performance. Los improvisadores parten de ideas generales, de un código establecido y de unos roles asignados, pero entienden que el hecho de la comicidad no puede escribirse de antemano, sino sólo “hallarse” y representarse.

Es el caso de uno de los segmentos del programa radial “La venganza será terrible”, de Alejandro Dolina, en que tres personajes dialogan sobre un tema notoriamente menor y cotidiano, en apariencia elegido al azar (las vacaciones, las mudanzas, las dietas). Algunas noches, el derrotero abierto alcanza una suerte de estado de magia, que avanza libremente pero sobre repeticiones (de temas, de finales, de ámbitos). Puede decirse que, sobre unos ciertos patrones marco, los exponentes discurren a antojo: cuando el viento es favorable, el oyente recibe un bello (absurdo, patético, irónico) cuento oral. No recuerdo qué crítico literario decía que muchos cuentos tradicionales son “máquinas de expectativa”. Esto puede traducirse así: en un relato, la generación de un clima o suspense previo al desenlace es más importante que su resolución. Para el humor, pero también para el terror, pareciera vital esa espiral ascendente de adrenalina, esa demora calculada, esa suerte de clímax previo y sostenido, esa invitación a lo-que-va-a-venir (que desconocemos). Algunos artistas van hacia el riesgo -a los lados, el fracaso o el ridículo-, sabiendo secretamente que algunas noches, no todas, las menos, se acercarán un poquito al roce de la gloria.