Tribuna ciudadana

La ira de los mansos

Carlos Rodríguez Mansilla

La Argentina es un país de contrastes. Siempre lo fue. Casi todo es contraste. Buenos Aires es París, y la pampa es un desierto. Podemos alimentar al mundo y hay niños que mueren de hambre. Tenemos premios Nobel en ciencias y abundan los semianalfabetos. Los que hoy aplauden mañana insultan al mismo que aplaudieron. Esto no es un descubrimiento. Pero somos así.

A diferencia de otros pueblos, no hacemos un culto de la ley. La “viveza” consiste en no cumplirla. Y el que no es “vivo” es “gil”. Son las dos categorías en que se divide la sociedad para esta forma de pensar tan argentina que advirtió Ortega y Gasset cuando visitó el país, hace ya décadas.

Para la filosofía del Derecho, la gran cuestión es decidir entre el orden y la libertad. Porque el orden, según algunos, implica siempre alguna pérdida de libertad. Pero para Santo Tomás, el orden justo es la verdadera libertad. Porque sin orden no hay libertad posible.

Para la Teología, el pecado es un desorden. Una conducta que rompe el orden natural impuesto por Dios y escrito en el corazón de todos los hombres. Y rompe el orden porque viola la Ley de Dios.

La Ley que Dios entregó a Moisés es la que hay que cumplir para que exista el orden. En el campo social ocurre lo mismo. La Ley es la Constitución, y a la vez la Constitución es el orden. El orden social, el orden justo.

Si se viola la ley, se rompe el orden y se vive en el desorden. Por eso, mantener la ley y el orden es el deber primordial del Estado, de la autoridad, de los gobiernos.

El desorden es la ausencia de la ley, y por lo tanto la ausencia del Estado.

Detrás de los hechos

Los argentinos nos caracterizamos por correr detrás de los hechos. No somos previsores, no planificamos, no nos anticipamos. Hace falta que se caiga un viejo ascensor para que nos demos cuenta que nadie controla su funcionamiento. O que muera gente por un rayo, para descubrir que no se instalan pararrayos.

Con la “inseguridad” ocurre lo mismo. La así llamada “inseguridad” es la violación sistemática y permanente de la ley penal. Es la comisión masiva, abrumadora, de delitos a diario. Seguida de impunidad, que favorece y multiplica el delito.

Esto no comenzó ahora, ni siquiera con el actual gobierno. Se trata de una práctica usual que viene ocurriendo desde hace décadas, siempre in crescendo. Y el pueblo argentino es un pueblo manso. Que soporta y tolera. Hasta lo insoportable y lo intolerable. Pero, como dice el Martín Fierro “no hay tiento que no se corte”.

Estamos viviendo hechos deplorables. Vecinos, gente, ciudadanos, que toman a un delincuente sorprendido in fraganti, y en vez de apresarlo y ponerlo a disposición de la autoridad policial proceden a golpearlo. En el mismo lugar donde lo apresaron. Y voces que gritan. “¡Mátenlo!”.

Estos hechos repudiables, al margen de la ley, son la expresión de la ira de los mansos. Porque un día se hartan de ser mansos, de la impunidad, del desorden, de la falta de autoridad. Y reaccionan. “Todos a una”, como en “Fuenteovejuna”. Y reaccionan mal.

Esa reacción espontánea, contraria a la ley, para castigar a un delincuente que también ha violado la ley, es una foto de la ausencia del Estado, de la autoridad del Estado.

Décadas de prédica contra la autoridad, contra la policía, contra el orden, están dando sus frutos amargos. Porque el linchamiento no es el camino. Por el contrario, el camino es la ley y el orden. Julio A. Roca sintetizó en su programa de gobierno lo que debe lograr la Argentina: “Paz y administración”. La paz que llega con el orden. La administración honesta y eficiente de funcionarios capaces e idóneos.

Seguimos el camino de las urnas para elegir a nuestros gobernantes. Porque así lo establece la Constitución, y así debe ser. Pero es deber de todo ciudadano saber a quiénes va a votar, conocer sus ideas, sus proyectos, su trayectoria. Y elegir, entonces, a quienes se comprometan a hacer respetar la ley y el orden, en todos los órdenes. Sólo así superaremos la ley de la selva, y podremos vivir en una sociedad de hombres libres.

Décadas de prédica contra la autoridad, contra la policía, contra el orden, están dando sus frutos amargos.