La vuelta al mundo

Cuando lincharon a Gualberto Villarroel

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ROGELIO ALANIZ

Las fotos son apenas una pálida expresión de la tragedia. En un primer plano se ve a un hombre colgado de una columna de luz; a su alrededor, los curiosos contemplando con discreto regocijo el espectáculo. Como telón de fondo el Palacio Quemado, es decir la casa de gobierno de Bolivia, porque el hombre que está colgado en esa columna con tres focos se llamaba Gualberto Villarroel y al momento de ser sacrificado por la horda era el presidente de Bolivia.

Junto con Villarroel fueron ejecutados por la multitud, su secretario privado Luis Uría de la Oliva; su edecán militar, Waldo Ballivián, y el periodista Roberto Hinojosa. Los cuatro fueron colgados de los faroles de la plaza Murillo en la ciudad boliviana de La Paz. Los hechos ocurrieron el 21 de julio de 1946.

Según las crónicas de la época, los linchadores ingresaron al Palacio Quemado, subieron al primer piso e ingresaron al despacho del presidente. En el camino ejecutaron a uno de sus guardias. En uno de los escritorios de la oficina se encontró tiempo después un papel escrito por Luis Uría : “Que Dios misericordioso ampare a mi mujer y mis hijos’’. Fueron sus últimas palabras.

Al presidente y a sus colaboradores los hirieron de muerte en la Casa de Gobierno. Podían haberlos rematado allí, pero los linchadores no se iban a privar de algunos gustos. Cargaron los cuerpos agonizantes, salieron al balcón y los arrojaron a la multitud. Allí los esperaba con los brazos abiertos el “pueblo”, ese pueblo que nunca se equivoca y al que la historia le otorgó el mandato de liberar a la humanidad, ese pueblo que suele ser el objeto preferido de todos los demagogos de la historia. Allí estaban, excitados, sedientos de sangre, decididos a celebrar su fiesta, felices en definitiva.

Lo demás pertenece a la crónica del horror. No se conformaron con colgarlos en los faroles de la plaza, los desnudaron, se burlaron de sus llagas, los quemaron con cigarrillos, los atravesaron a puntazos, todo ello acompañado de cánticos, insultos y alguna que otra riña entre los manifestantes. Lo que se dice: una enternecedora fiesta popular.

A la caída de la tarde, la multitud se consideró saciada. Los manifestantes regresaron a sus casas o continuaron con los festejos en otro lugar. Como ocurre con todo linchamiento, nadie se hizo cargo de lo sucedido. Un presidente de la Nación fue despedazado por la multitud, pero nadie rindió cuentas. ¿Qué pasaba por el corazón o por la cabeza de esa gente? No lo sabemos. Unos no se hacen cargo por cobardía, otros porque les da vergüenza, la mayoría mira para otro lado y da vuelta la página. ¿Eran perversos, sádicos, asesinos? Hay motivos para suponer que en su mayoría eran buenas personas, bestializadas eso sí por la lógica del comportamiento de masas.

Esa semana de julio, se había convocado una movilización general contra el gobierno. Allí había estudiantes, maestros, campesinos, trabajadores; como en toda manifestación popular seguramente había delincuentes y dirigentes políticos decididos a derrocar al gobierno de Villarroel. Según la proclama del Partido Obrero Revolucionario (POR) se trataba de la más profunda y popular insurrección de toda la historia americana. Se hablaba de milicias populares, de comités insurreccionales y de lucha de clases. La izquierda movilizaba y la derecha intrigaba.

Las caras visibles de la movilización fueron el rector de la universidad, Ormaechea Talles, y la dirigente docente Teresa Solari. El otro gran partido que contribuyó a la movilización fue el Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR), dirigido por José Antonio Arze, uno de los intelectuales más reconocidos en aquellos años.

No sólo la izquierda estaba en la calle en esos días, también la derecha a través de organizaciones políticas y diarios financiados por la célebre Rosca boliviana, la coalición de intereses promovidos por los barones del estaño: Patiño, Aramayo y Hotschild. Treinta años después, el dirigente trotskista Guillermo Lora dirá en una conferencia en la universidad de San Marcos: “Los marxistas y los imperialistas norteamericanos habíamos llegado a la misma conclusión, aunque por motivos diferentes’’. ¿Cuál era esa conclusión? Terminar con el desgobierno corrupto y nazifascista de Villarroel.

¿Y quién era Villarroel? Había nacido en Villa Rivero el 15 de diciembre de 1908. Estudió en el Colegio Militar y ganó honores y heridas en la guerra contra Paraguay. En diciembre de 1943 llegó al poder a través de un golpe de Estado contra Enrique Peñaranda. Se definía como nacionalista y popular. “No soy enemigo de los ricos, pero soy más amigo de los pobres’’, era su consigna.

Con las diferencias del caso, la comparación con Perón es inevitable. Gobierna al principio en alianza con el MNR de Paz Estenssoro, aunque luego la alianza se rompe. En 1945, convoca a una Constituyente y, como consecuencia de ello, es elegido presidente. Se perfila como un mandatario militar y populista. Rebaja alquileres, promueve planes de viviendas, sindicaliza a los campesinos, prohíbe la servidumbre y los trabajos en especie y celebra el primer congreso nacional indígena.

La derecha, lo considera un extremista de izquierda, y la izquierda, un extremista de derecha. Su estilo de gobierno está muy lejos de la santidad. En noviembre de 1944 reprime a sangre y fuego un levantamiento militar en Oruro y luego fusila a sus presenciales jefes militares y civiles. Meses después el ejército a sus órdenes dispara contra mineros y campesinos en Las Canchas. No conforme con ello, clausura diarios opositores y, probablemente, haya sido el responsable del atentado con el dirigente del PIR, José Antonio Arze.

No, Villarroel, estaba muy lejos de ser un gobernante virtuoso y moderado. Hijo de su tiempo y de su clase, intentó constituir un liderazgo populista apoyado en las fuerzas armadas, el Estado y las masas a las que halagaba con reivindicaciones históricas.

Sin embargo, a mediados de 1946 la situación se tornó insostenible. La movilización que concluyó con su linchamiento se inició una semana antes. Los militares le recomendaron a Villarroel que renunciara y abandonara el Palacio Quemado. Renunció ese mediodía del domingo, pero se negó a abandonar el Palacio. Su resistencia suicida dio lugar a que unos años más tarde se comparara su conducta con la de Salvador Allende. Hubo una diferencia obvia. Salvador Allende fue derrocado por la derecha; hay buenos motivos para afirmar a que Villarroel no fue derrocado por la izquierda pero ésta jugó un rol decisivo en su caída. Simplificando los hechos, podría decirse que la izquierda puso la gente la calle y la derecha puso al gobierno.

Seguramente, los dirigentes que participaron de esa movilización no compartieron los desmanes que se produjeron ese domingo a la tarde. Me cuesta imaginar a un rector de la universidad, o a una dirigente del magisterio ordenando el linchamiento de cuatro hombres desarmados e indefensos.

Lo que ocurre es que estos episodios de linchamientos son anónimos. Los que ingresaron a la Casa de Gobierno después de derribar los portones con explosivos prepararon el terreno porque no hay linchadores sin previa manipulación, pero el comportamiento de las multitudes desenfrenadas es un capítulo aparte. Allí no hubo derecha o izquierda, lo que hubo fue salvajismo, horda y la emergencia de las más oscuras y salvajes pasiones de los hombres.

Villarroel fue derrocado por una conjura de intereses; pero fue ejecutado por los linchadores que liberados a su arbitrio ya no respondían a nadie. Es que lo que define a los linchadores de ayer y de hoy y de siempre no es el objeto a linchar ni la causa que invocan, sino la oscura pasión por asesinar con los inestimables beneficios de la impunidad. Como escribió en su momento Elías Canetti: “Asesinar sin riesgos implica una sensación irresistible para la mayoría de los hombres’’.