Crónicas de la historia

Liborio Justo, el hijo trotskista del presidente conservador

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El presidente Agustín Justo con el gobernador Manuel de Iriondo en una visita a Santa Fe.

Foto: Colección Birri

 

ROGELIO ALANIZ

Al grito lo escucharon hasta los porteros del Congreso: “¡Muera el imperialismo!”. Tres palabras que se propagaron por toda América Latina, porque en ese momento la radio estaba transmitiendo el acto oficial para todo el continente. Esto ocurrió el 1º de diciembre de 1936. El visitante ilustre que llegaba a Buenos Aires se llamaba Franklin Delano Roosevelt y era el presidente de los EE.UU. El motivo de la visita era la celebración en Argentina de la Conferencia Interamericana de Paz, una iniciativa promocionada por Roosevelt, algo así como una actualización de la Doctrina Monroe que el canciller Saavedra Lamas no terminaba de aceptar.

“¡Muera el imperialismo!” no es una consigna habitual en un Congreso Nacional dominado por los conservadores. La sorpresa fue tan intensa que hasta los servicios de seguridad se paralizaron. Nadie entendía lo que pasaba. Nadie, salvo el señor Agustín Justo, el presidente de la Nación, quien -según se cuenta- se puso pálido, se llevó las manos a la cara como si estuviera dominado por un ataque de vergüenza y en voz baja, con absoluta discreción, le dijo a uno de sus asistentes: “Ese es Liborio... lo único que me faltaba”.

En efecto, era Liborio. Liborio Justo, el hijo del presidente. “Un loquito suelto”, como le gustaba decir a Federico Martínez de Hoz. “Una bala perdida”, como le decía su padre en las breves tertulias que sostenían en los jardines de la casa. ¿Cómo fue que el muchacho entró al Congreso cuando el padre había advertido sobre los posibles desplantes del hijo? Después se supo: su madre, Ana Bernal, que nunca le pudo negar nada al “nene”, le dio la entrada del escándalo.

“Te colaste en el Congreso como una lagartija y te pusiste a gritar como si estuvieras en una cancha de fútbol”, le reprochó el padre en el calabozo. La respuesta del hijo no se hizo esperar: “En cualquier cancha de fútbol se juega más limpio que en tu Congreso Nacional”. “No me podés hacer esto a mí, a tu padre, y mucho menos a mi huésped de honor”. Y Liborio: “Será el tuyo. Yo no lo invité. Tampoco creo que lo hayan invitado los obreros, los peones de las estancias, los pibes que lustran zapatos por una moneda o los desocupados que comen en las ollas populares”.

Volvamos al Congreso. Los segundos de parálisis dan lugar a una actividad frenética. Los guardias de seguridad se abalanzan sobre el insolente que osó insultar al presidente de EE.UU., pero todos se contienen porque ya se ha corrido la bolilla de que se trata del hijo de Justo. Los invitados tratan de disimular su confusión.

De los conservadores podían decirse muchas cosas, menos que no supieran organizar actos públicos. “Tenían clase y estilo”, escribirá Félix Luna que los había conocido y los había sufrido. Sin embargo, esta vez están a punto de perder la línea. El cardenal Copello parece rezar en voz baja; el canciller Saavedra Lamas sonríe desganado; el intendente de Buenos Aires digiere el mal trago con una tosecita discreta; Martínez de Hoz mueve la cabeza como diciendo: “Yo ya lo dije, es un loquito suelto”; Leopoldo Melo saca pecho como si estuviera desafiando a alguien; el edecán de Roosevelt, su hijo James, le pregunta a Ana Bernal sobre lo que está pasando.

Pronto todo vuelve a la normalidad. La policía lo saca a Liborio como chicharra de un ala. Un oficial le pregunta al presidente lo que corresponde hacer. Justo le dice que cumpla con su deber y que se olvide de que el provocador que gritó es su hijo. Por supuesto, la detención de Liborio no superará la semana. El propio padre lo visita en el calabozo.

“Vos no odiás ni al capitalismo ni a Stalin, me odiás a mí”, reprocha Agustín Justo. Y contesta el hijo: “En eso te equivocás; a Stalin lo odio más que a cualquiera; vos después de todo nunca traicionaste a nadie”. “No podés ignorar mis responsabilidades de gobierno”, exclama Justo. “Nada bueno se puede esperar de un gobierno cuando los cobardes y los tramposos mandan”. “Me responsabilizás de la pobreza, pero pobres hay en todas partes; pobres y vagos”. Y la respuesta de Liborio: “Entre tus amigos de doble apellido hay muchos más vagos que pobres y nadie se mete con ellos”.

“¡Si te oyera tu madre”, exclama Justo. Y Liborio: “Ella ya conoce mis ideas acerca del sentido de la riqueza; de lo que no sabe nada es de tu sentido de la lujuria”. La imputación es clara. Desde hace un tiempo Agustín Justo mantiene relaciones con Leonor Hirsch. “Puede ser tu nieta”, le reprocha, “pero los Bunge y Born con tal de controlarte no vacilan en entregarte a su hija”.

“Vos no sabés nada de lo que estás hablando”, dice Justo mordiendo las palabras. “Yo no lo sé padre, pero el que sí lo sabe es tu amigo Alvear, que el otro día le dijo a Botana que vos eras un tardío aprendiz de los placeres de la carne”. Justo murmura: “Sos capaz de irle con esos chimentos a tu pobre madre!”. “Yo no soy como vos; no juego sucio ni me meto donde no me corresponda”.

Liborio Justo nació el 6 de febrero de 1902 y murió el 10 de agosto de 2003, es decir superó la barrera de los cien años, y los que lo conocieron aseguran que estuvo lúcido hasta el último momento. Lúcido en su estilo; brillante, egocéntrico, arbitrario, revolucionario empecinado, sin que esa vocación le impidiese enviar a sus hijos a estudiar a colegios ingleses o criticar a sus contrincantes de izquierda por portar apellidos italianos.

El periodista Andrew Graham-Yooll lo definió no como un revolucionario sino como un excéntrico. Y me parece que ése es el concepto que mejor lo contiene. Paradojas de la vida: si los amigos de su padre lo calificaban de tiro al aire, algo parecido dirán de él muchos años después sus ex camaradas de izquierda.

Convengamos que el hombre no era de arrear fácil. Digno exponente de un perfil de revolucionario de izquierda ya en extinción, a la hora del debate no dejaba títere con cabeza y una pequeña diferencia teórica podía ser motivo de una ruptura partidaria o una cascada de insultos y descalificaciones.

De Cortázar dijo que era un escritor leído por la burguesía; de Horacio Quiroga afirmó que escribía bien pero era intratable; de Perón aseguró que era fascista y anticomunista; a Roberto Arlt lo trataba bien, pero decía que los personajes de su literatura no eran obreros sino desclasados; a David Viñas lo acusó de haberle copiado todo y sostuvo que como escritor “hace rato que lo di por difunto”.

Convengamos que el hombre se dio todos los gustos en vida. Ya para los años veinte era de izquierda, pero eso no le impidió obtener a través de gestiones de su padre un puesto en la Embajada Argentina en Estados Unidos. No viajaba por viajar. Estudiaba, miraba y escribía.

Luego de un paso fugaz por el Partido Comunista, se alineó en el trotskismo y con justicia debe decirse que fue el fundador de esta corriente en el país. Como era de esperar, a poco tiempo de empezar a andar, el trotskismo se dedicó a hacer lo que más sabe: dividirse en innumerables sectas. En algún momento Liborio se cansó de tantas refriegas y después de escribir un libro acusando a Trotsky como agente de Wall Street, se abrió de la política militante.

Ya en su momento había estado en la Patagonia dedicado a la caza de ballenas; alguna vez cruzó la cordillera a lomo de mula; en otro momento trabajó en un obraje rural de Paraguay. Cuando escribía artículos o libros políticos los firmaba con el apodo de Quebracho; cuando se dedicaba a la ficción su nombre era Lobodón Garra. No escribía mal, pero el valor de sus libros está muy por debajo de su avasallante autoestima.

Los que lo trataron en los últimos años le perdonaban sus excentricidades. A su manera era una reliquia viviente. Y a pesar de que siempre se presentó como revolucionario nunca pudo sacarse de encima la imputación de ser el hijo trotskista del presidente más conservador que tuvo la Argentina.