Adhesivos, colas, siliconas...

Adhesivos, colas, siliconas...

Metido en el baile duro del forrado de libros y cuadernos escolares de diversa calaña, descartado el contact dada la irreversible (in) habilidad de este usuario para su manejo responsable, me quedan las plasticolas, los adhesivos en cinta y la no menos peligrosa silicona. ¡Ahhhhhhhhhhhh!

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

 

Lo primero que me viene es cierta procacidad chabacana y jovial: estamos en el terrenos de las colas, de las gomas, de las pistolas y de las siliconas. Pero descartando rápidamente esa desagradable vía de análisis, hay tipos como yo que están condenados a sufrir con una tarea tan sencilla como el forrado de cuadernos y libros.

Yo le pongo huevo, por decir algo, pero padezco. Ya me pasó con los cuadernos. Y cuando creí que ya había pasado todo hasta mediados de año (cuando se llenan los actuales y hay que comprar y forrar nuevos), enseguida te llegan los libros... ¡Tienen tapas tan lindas y coloridas que me parece -me excuso o protesto- una herejía salir a (mal, en mi caso) taparlas con forros!

Con los forros, uno debe acertar primero al correcto corte de hoja: una pavada, pero podés pifiarla y rifaste entonces una hoja de papel de forrar. Y nunca tenés una librería al lado de tu casa. Tenés quiosco de porrones, pero no es una opción válida que en la escuela entiendan de una. El corte incluye esa pequeña y exacta incisión a la altura del lomo del libro o cuaderno, propia de cirujanos y no de periodistas devenidos en forradores ocasionales.

Después de cortar, hay que doblar bien. Jodido doblar mal: uno puede chocar. Y después, por último (aunque siempre falta algo más), pegar.

Los forros tienen el problema de que no se pegan tan fácilmente con las colas, plasticolas, boligomas (o el nombre que quieran) existentes hoy en el mercado. Esos productos son buenos para papeles, pero no tanto para forros o cartones, o papeles ilustración. En épocas antidiluvianas, en las casas se hacía un generoso y pesado engrudo, con harina y agua, capaz de pegar hasta ladrillos, personas, animales... Una vez, pegado, es para siempre, aun entendiendo como una osadía la rotunda utilización del término.

Descartados los engrudos y colas, caemos en las cintas adhesivas. Las chiquititas, de un marroncito transparente, son útiles y simpáticas. Los tipos y tipas experimentadas en su uso (y ya aclaré hasta el cansancio que jamás será mi caso), tienen la precaución de colocar un pequeño papelito para indicar dónde está la punta, que es muy pegadiza.

Es tan leve esa cinta que luego encontrar el comienzo es obra de entomólogos o ciegos que sensibilidad extrema en el tacto. Tampoco entro en esas categorías, así que soy de los que rascan en el sitio en que, ellos y yo creen, está ese maldito comienzo mimetizado con el resto. Al cabo de un rato de hacerlo, te duele la uña que se separa un poco de la carne. Empezás a putear, con el alumno e hijo a las vueltas. Y eso no está bien, carajo, mierda, ni en la casa ni en la escuela...

Tenés las otras cintas, más grandes, las de embalar, donde el comienzo quizás es más detectable (detestable, para mí, ya es) pero son muy anchas y entonces uno debe entrar a renegar con dientes o tijeras, comenzando un pegoteo de difícil pronóstico.

Y aún tenés las pistolitas de siliconas, un arcano. Esas cosas tienen ya aspecto intimidatorio. Encima se enchufan. Por lo que sé, son útiles para pegar telas, cartones, al calor de la barrita de silicona que al calentarse, se derrita, se aplica sobre el sitio y luego seca con relativa consistencia. Puede ser una solución, pero hay que ser precisos en el manejo del aparato. Porque, ya caliente, te puede quedar la pistolita chorreando, aunque suene feo.

En definitiva: todo suena feo a la hora de forrar cuadernos y libros. Me doy cuenta de que derrapo o quedo atrapado por las palabras. Así que me voy, silbando bajito y puteando alto. No quiere quedar pegado con este tema.