Pelotero

Pelotero
 

Natalia Pandolfo

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Todo es igual, nada es mejor: el mismo cumpleaños repetido hasta el infinito es la moda que se impuso con la determinación de quien un día se levanta y dice: hoy me rapo. Desde entonces (¿hubo un día inicial? ¿hubo un alguien que pueda levantar la mano y decir: “yo fui el primero”?) los padres nos dejamos hamacar por la gloriosa idea de un festejo sin contexto: no casas sucias, no platos rotos, no desorden apoteótico en la casa.

Una fiesta aséptica, sin despojos de comida desparramados por el piso ni piolines sobrantes de algún globo desinflado ni dulce de leche en la mesita de luz ni la cocina convertida en kosovo: la celebración sin trastornos de continuidad en el espacio y en el tiempo llegó para quedarse, y casi todos aplaudimos la idea. Que reine la paz en tu día, en su versión más brutal.

Suele ser, asumimos, una cuestión de pragmatismo: la casa no sucumbe a la pesadilla de una horda de niños hambrientos y sedientos de comida y de juego; las ñañas entre parientes se difuminan bajo un estridente reggaeton que todo lo cubre con su pegajoso manto; la alacena no queda repleta de chizitos que alguien comerá alguna vez, sin su alegre crujido.

Terminada la fiesta, la zorra pobre al portal, la zorra rica al rosal y el avaro a las divisas. Pase el que sigue: el mismo letrero que decía “¡Feliz cumple, Agus!” se convierte, sin ruborizarse, en un “¡Feliz cumple, Mateo!”. Los empleados vuelven a sus funciones, otros veinte o treinta pibes llegarán para saltar hasta el infinito y más allá... y responder, más o menos obedientemente, a las consignas que se les imponen a ritmo cuasi militar.

En el pelotero no hay espacio para la improvisación. El grupo de, pongamos, Mateo, llega cuando aún el de Agus está allí: el espacio ha sido ordenado de manera tal que unos no se mezclen con los otros, para optimizar el tiempo, en una renovada versión del nunca bien ponderado time is money.

No será cuestión de pretender comer un pancho fuera de horario. Mucho menos, de desear algo que no sea un pancho. Todo está reglado, nada queda librado al azar: la comida y los inflables garantizan que los chicos se diviertan pero sin dejar de cumplir los pactos preexistentes, por voluntad y elección de las partes que componen el sistema.

La hora de la foto llega: el mismo fondo reproducido a la enésima potencia, con caritas más o menos sonrientes que cambian ad eternum. Luego a bailar, las mismas canciones con los mismos guiños, cortadas en el mismo minuto, seguidas por los mismos pasos. A la hora de repartir la torta ya el minutero está agotando su paciencia así que hay que apurar: porción en una mano, sorpresita en la otra, gracias por venir y hasta la próxima tarjetita, que será igual, exactamente igual a la tuya.

El reparo, el gran reparo, el enorme paraguas que nos cobija a todos, es verlos felices. En ese agua lavamos culpas y nos convencemos (¿nos convencemos?) de que es lo que ellos eligen: lo que les gusta.

El cumpleaños de antes -tres, cuatro amigos en la casa; torta y jugar en la calle hasta que se encendieran las luces- aparece hoy como un refugio para románticos obcecados. Pero había allí colores, había matices, había aromas. Había sabores de la casa y había, cómo decirlo: una marca personal, única, que le daba al día una textura especial. Ese puñado de rostros que soplaban juntos las velitas reflejaban con su luz el sentido de lo humano. Ahora no pienses más, sentate a un lao, vení para acá, andá para allá y esperá, pibe, que todavía no es la hora de cantar tu que los cumplas.