El saquito

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Ando por la vida sin paraguas, sin excusas, y sin saquito. Así me va. El otoño te plantea mañanas y tardecitas bien frescas, casi frías, y el resto del día soleado. Los extremos del día se acercan al invierno, el medio prolonga el verano reciente. Ya te digo que pongo las palabras justas. Y saco lo que sobra. Quedamos así.

 

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]).

DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

En Internet, sin sutileza, circula por estos días un cartelón que le asigna posterior y oscuro destino a la campera que te pusiste a la mañana. “Arrancó oficialmente la temporada de ‘salgo con campera y a la tarde me la meto en el (y sigue algo que no entiendo: en el horno, o algo así...)’. Y un viejo humorista argentino decía “me saco el saco y me pongo el pongo”. Así estamos: a la mañana incluso los guapos o distraídos se dan cuenta de que no da para destempladas manguitas cortas, como en la mayoría del año en estas semitropicales tierras. Y que hay que calibrar bien la ropa a usar por aquello de que, una vez que saliste, no volvés a casa por largas horas.

La ropa tiene, por lo menos, dos funciones: una íntima, personal, de abrigo, de postulación ante el mundo. Y una social: mirá lo que se puso o no se puso el ridículo este. Y entre las dos ventanas se abre un espacio entre la satisfacción personal, el bienestar, y ese cada vez más exigente habitar en el otro, siquiera como una entelequia, una cosa virtual.

Son estos días en que los acalorados y las menopáusicas te dicen, sornásticos, y sólo porque saliste con un abrigo nacido del primer contacto con el frío matinal, ¿”qué te vas a poner en invierno?” Y otros, al verte en remera o mangas cortas, te cargan porque salís así nomás a pesar del fresquete (y de la roma rima consonante propuesta para la deposición final del supuesto abrigo que luego deberás sacarte) y te preguntan, cancheros, si comiste sopa de tigre, o si se te rompió el termostato o si comiste locro o guiso de lentejas. Más termostato se te habrá roto a vos y yo no digo nada.

Pero más allá de las consideraciones sociales, uno mismo tiene una “sociabilización” con uno mismo, un circuito de ida y vuelta entre los sensores y la siempre difícil selección y elección correcta de la ropa a ponerse, un espacio en el que se cuela la duda, como si fuera ese vientito otoñal que se filtra debajo de la puerta. ¿Me pongo o no me pongo un abrigo?

Las tías y las abuelas, las madres, son promotoras de abrigo, ponedoras oficiales de suéteres, pulóveres, camperas y saquitos. Los adolescentes deben soñar con el pesado “llevate un saquito, nena” que la condena de una a andar con eso puesto al principio y en la mano o en cualquier parte después.

Justamente, la salida nocturna de los pibes es un desafío -a veces extremo- a la temperatura otoñal e invernal: nadie quiere llevar un abrigo que luego debe sacarse dentro del boliche. Y así te retorcés de frío. Y si lo que te queda bien es una mini, marcha la mini así afuera el termómetro baje y baje. Problema de él.

Los taxistas, los remiseros, la gente que trabaja en la calle, tienen resuelto esto desde siempre: llevan en el baúl del auto el abrigo oficial y se lo ponen o sacan si es necesario. Y punto.

La tecnología y los avances en el diseño de la vestimenta pueden resolver pero también complicar las cosas: antes tenías un solo abrigo estándar (y el tiempo y el cuerpo debían acomodarse a él); pero ahora contás con infinitos materiales, texturas, grosores, que te obligan a hilar más fino a la hora de sopesar y calcular no sólo la temperatura imperante cuando salís de casa, sino también a intuir cuál habrá a las diez, a las doce, a las dos de la tarde. Se complica.

Está el sistema capas de cebolla que hace que tengas o lleves prendas que luego te irás sacando o poniendo según la ocasión, pero eso no explica qué hacer con esa ropa en cuestión, con lo cual la honestidad del mensaje de Internet es inobjetable. Aunque la procaz colocación de la campera sea final y literalmente objetable. El que tiene que objetar, pues, que objete. No diré más.