De “Un cuarto propio”

De “Un cuarto propio”

Ilustraciones de Becca Stadtlander.

 

Por Virginia Woolf

Pero se podría, tal vez, profundizar algo más el tema de la composición de novelas y el efecto del sexo sobre el novelista. Si cerramos los ojos y pensamos en la novela como un todo, parece una creación que repite la vida como un espejo, aunque por cierto, con simplificaciones y deformaciones innumerables. De cualquier modo, es una estructura que deja una forma en la mente, edificada a veces en cuadros, a veces como una pagoda, a veces proyectando alas y arcadas, a veces macizamente compacta y abovedada como la Catedral de Santa Sofía en Constantinopla. Esa forma, pensé, recordando ciertas novelas famosas, despierta en nosotros la clase de emoción apropiada. Pero esa emoción enseguida se mezcla con otras, porque la “forma” no está hecha por la relación de una piedra con otra piedra, sino por la relación de un ser humano con otro ser humano. Por eso una novela despierta en nosotros toda clase de emociones opuestas y antagónicas. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. De ahí la dificultad de llegar a un acuerdo sobre las novelas, y el dominio inmenso que tienen sobre nosotros nuestros prejuicios íntimos. Por un lado, sentimos que tú -Juan el héroe- debes vivir, o yo me hundiré en abismos de desesperación. Por el otro, sentimos: ¡Ay de ti, Juan, debes morir!, porque la forma del libro lo requiere. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. Entonces, desde que en parte es vida, lo juzgamos como vida. Jaime es el tipo de hombre que aborrezco, dice uno. O, esto es un fárrago de disparates. Yo no sentiría nunca esas cosas. La estructura total resulta evidente, evocando cualquier novela famosa, es de una infinita complejidad, porque está hecha de tantos juicios diversos, de tan diversas clases de emoción. El milagro es que un libro compuesto así pueda mantenerse arriba de un año o dos, o pueda significar para el lector inglés lo mismo que para el ruso o el chino. Pero, a veces consiguen mantenerse de un modo notable. Y lo que los mantiene en estos raros ejemplos de supervivencia (estaba pensado en La Guerra y la Paz) es algo que se llama integridad, aunque nada tiene que ver con pagar las cuentas, o conducirse con honor en una emergencia. Lo que se entiende por integridad, en el caso del novelista, es la convicción que él nos da de que esa es la verdad. Si, sentimos, yo nunca hubiera pensado que esto pasará así; yo nunca he visto gente portándose así. Pero usted me ha convencido de que así es, de que así sucede. Ponemos al trasluz cada sentencia, cada escena que lee -porque la Naturaleza parece habernos provisto, muy curiosamente, de una luz interior por la que juzgamos de la integridad o deshonestidad del novelista-. O quizá la Naturaleza, en un momento muy irracional, ha trazado con tinta invisible en las paredes del entendimiento una premonición que los grandes artistas confirman: un croquis que basta exponer al fuego del genio para que sea visible. Cuando lo exponemos y lo vemos animarse, exclamamos encantados: ¡Pero esto es lo que siempre he sentido y sabido y deseado! Y estamos efervescentes de entusiasmo, y, cerrando el libro con una especie de reverencia como si fuera algo muy precioso, un refugio que le durará mientras vivamos, lo volvemos a su sitio en el estante, yo dije, tomando La Guerra y la Paz y guardándolo en su lugar. Si, por otra parte, estas pobres frases que tomamos y probamos empiezan por despertar nuestro interés con su colorido brillante y sus gestos airosos, pero ahí se detienen; o si sólo sacan a luz un débil garabato en aquel rincón y un borrón por el otro, y nada aparece del todo y completo, entonces se lanza un suspiro de desencanto y se dice: Otro fracaso. De algún modo se ha malogrado esta novela. Y en la mayoría de los casos, por supuesto, las novelas se malogran. La imaginación falla bajo el enorme esfuerzo. La penetración se confunde; ya no distingue lo verdadero de lo falso; ya no tiene la fuerza de proseguir esa vasta labor que exige a cada instante el empleo de facultades tan diversas.

(De “Un cuarto propio”, op. cit.)

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