De “El silencio y la palabra contra los excesos de la comunicación”

El silencio ha pasado a ser el lujo más caro del mundo. La palabra ha pasado a tener una neta ambivalencia, entre su despliegue irrefrenable, vacuo e interesado, y su valor primordial como fundadora de la condición humana. En “El silencio y la palabra contra los excesos de la comunicación”, que editó Nueva Visión, un diálogo entre David Le Breton y Philippe Breton permite un acercamiento antropológico a esta nueva forma de vivir en un mundo lleno de ruido y furia. Transcribimos a continuación el fragmento conclusivo de esta candente reflexión.

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Por Philippe Breton y David Le Breton

David: ¿Qué pasó estos últimos años, incluso estos últimos meses, puesto que estamos en procesos de rápida evolución? Los análisis que proponemos, concebidos para analizar la larga duración antropológica, ¿resisten la rápida obsolescencia que acecha todos los aspectos de la sociedad?

Mi primer sentimiento, después de esta perspectiva, radica en la consideración de la amplitud estos últimos años de lo que podría llamarse los aparatos de diversión. En tren o en avión, o en los transportes públicos urbanos, se vuelve cada vez más difícil escapar a la sopa musical que emana de vecinos equipados de auriculares pero cuyo sonido desborda como ruido por los alrededores. Vemos hasta qué punto hoy las jóvenes generaciones interponen entre ellas y el mundo una pantalla sonora que las deja con las orejas saturadas y los ojos clavados en sus portátiles. Apenas exagero. Saturación de los sentidos para no tener ya que pensarse y ocultar el riesgo del encuentro cara a cara. En todas partes se impone una canilla musical, como si el silencio se volviera obsceno y peligroso para la identidad personal y la interioridad. Callarse es impensable en el mundo de la comunicación, hay que hablar, más vale la insignificancia que el silencio. Se lo ve sobre todo en la televisión o en la radio, donde un centenar de clones, a quienes llaman celebridades, se pasan la semana saturando las cadenas de televisión o de radio para dar su opinión sobre todo, mostrando muy aplicadamente que no se toman en serio. [...]

Philippe: Al igual que tú, tengo la sensación de que el mundo está en vías de cambiar muy rápidamente bajo nuestros pasos. Hasta tengo la intuición de que en un futuro lejano se hablará de estos años como los de un hito mayor, a ejemplo de los grandes hitos históricos que conocen las sociedades modernas. Como siempre, son los cambios en el régimen de la palabra los que constituyen a la vez el pivote, el síntoma y la cara visible de esas transformaciones. No sé si el mundo del silencio, con toda la carga de humanidad de que es portador, en particular desde San Agustín y sobre todo del Renacimiento, está en vías de desaparecer. Haré más bien la hipótesis de un desplazamiento hacia territorios que no identificamos todavía con claridad. Me acuerdo de estas palabras de Marco Aurelio, quien respondía implícitamente a Tácito diciendo que no es necesario retirarse a los bosques para hacer un retiro respecto del mundo, ya que los espacios interiores del ser lo permiten mucho mejor. El estoicismo nos enseñó mucho sobre esa capacidad para seguir siendo uno mismo en medio de los otros. En ese mundo donde el ruido, el lugar común, la repetición maquillada de las apariencias de la novedad, son particularmente invasores, el imperativo existencial por excelencia es el del mantenimiento de la interioridad como último espacio privado. Pero acaso haya que cuidarse de todo exceso de pesimismo. Es también nuestra responsabilidad de intelectuales acompañar esos desplazamientos de la palabra, criticando ciertamente el ruido pero también identificando las nuevas direcciones donde éste puede desplegarse. Como sabes, yo soy fundamentalmente optimista. La palabra no es una opción de la humanidad, es su raíz identitaria. Incluso los regímenes más totalitarios tropiezan con esa realidad que a menudo los hace fracasar en su proyecto nihilista. La cuestión es por lo tanto para mí la de los nuevos lugares de palabra.

David: También aquella de nuevos lugares de silencio o de su preservación. Nos hallamos en el corazón de una profunda mutación antropológica que perturba en profundidad el lazo social y nuestra relación con el mundo. Entramos en un mundo irreconocible para quien tiene más de cuarenta años, donde los viejos puntos de referencia humanistas vuelan en mil pedazos. Por cierto, la interioridad siempre es accesible, incluso en el corazón de la muchedumbre, pero es más fácil de alcanzar un mundo más silencioso y más hospitalario. Y, además, el recurso al silencio o al fuero interno no es siempre sencillo en un mundo a tal punto atormentado, que apela a una vigilia e impide cultivar tranquilamente su jardín. Y justamente tú apelas a la responsabilidad. Pero el conjunto de las referencias esenciales de estos últimos años se borra, la noción misma de humanidad, de hospitalidad, es malograda. En nuestra propia sociedad, el hecho de nacer y de crecer no le garantizan ya a un niño el derecho a tener un día su lugar en el seno del lazo social. Hemos visto emerger estos últimos años una multitud de luchas por el reconocimiento, con esa pasión en lo sucesivo de plantearse como “víctima” y de forjarse una identidad alrededor del resentimiento. Hace todavía algunos años, semejante actitud habría dado pábulo a la sospecha, y la dignidad de los individuos se habría sublevado contra un recurso tan fácil. Hoy no. En la desorientación radical de todos los puntos de referencia, la identidad de víctima es el disfraz que queda por defecto. Todavía creo en la palabra, pero creo que ella está cada día más amenazada en su estatus, que requiere un cara a cara y una fuerza de transformación del mundo. La palabra está en la raíz de la humanidad, por cierto, pero, en un mundo que desarraiga el anthropos, ¿qué ocurre con ella? Los regímenes totalitarios no podían reducir totalmente la palabra a nada, pero en su profusión actual a través de la multitud de los medios de comunicación —pienso sobre todo en el portátil—, a menudo cae en la insignificancia y el zumbido exterior. Si ella ya no produce un sentido, ¿no corre el riesgo de hacer ruido?

Philippe: ¿Debemos dejar al lector con esta conclusión demasiado pesimista? En este diálogo al que lo hemos arrastrado, tú jugaste tu parte, la del silencio, que es en el fondo el lugar de una palabra fuerte, si no su matriz. Yo jugué la mía, la del optimismo de la palabra, que no es nada sin la interioridad. Pero nuestras voces se unen, creo, para llamar a cada uno a la afirmación de los valores que preservarán al mundo de ese ruido del que, como yo, tú huyes y que, en el sentido fuerte, nos impide oírnos.

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“El silencio” (fragmento), de Miguel Dávila.