Bicicleta fija

bici_fija.jpg
 

Bueno: ya estamos en el gimnasio. Como hay un montón de cosas y máquinas cuyo funcionamiento íntimo y público desconozco profundamente (y me da cosa preguntar) me subo a lo único más o menos reconocible: una bicicleta fija. Parece sencillo pero, por alguna razón, se complica. Le doy vueltas al tema. Es como tener una idea fija.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

Lo primero que advertís cuando caés después de mucho tiempo al gimnasio es que cambiaron las máquinas, las pesas, las edades, los cuerpos y la vestimenta de la gente. Por ejemplo: esas medias de fútbol de los setenta, de franjas horizontales, no van más. Los vagos o usan unos zoquetitos mínimos (que a mí se me figuran incómodos, pero lo mío es ignorancia pura) o no usan nada. Yo puedo conceder hasta una media de tenis, pero tampoco veo a alguien usándolas. Ni hablemos de pantalones, remeras o musculosas: otro capítulo. Porque parece que ahora, para transpirar, tenés que estar a la moda. O dicho de otra manera: hay que transpirar o hacer vida sana con onda, y no con esos retazos de vestimenta que a vos te quedaron de dos décadas atrás...

No importa: ya estás ahí.

Encarás para la bicicleta fija: cosa dañina, la bicicleta fija. No te confundas de sala y no caigas a la clase de RPM (siglas de revoluciones por minuto y, en mi caso, rescátenme porque muero) porque de ahí no salís vivo. No: me refiero nomás a las dos bicicletas fijas que sobreviven con toda su inquieta quietud en un costado del gimnasio, entre máquinas de última generación y aspecto temerario.

Vos te subís a la bici. Ya te sentís un tonto por pagar una mensualidad fija para la bici fija cuando tenés dos bicis de verdad móviles, que están inmóviles en la piecita del fondo. En vez de salir en esas a meterle pedal por las calles de dios, gratis, no, el señor paga, porque como es piamontés, si pagó se obliga a ir y a hacer algo físico.

Enseguida te das cuenta lo promiscua que es la bici fija: te sentaste ahí, después de la rubia con ínfulas, después del veterano con zapán, después de la señora que cancherea, después de... Al toque (y no te vas todavía...) advertís también que debés modificar la relación entre asiento y pedales, porque vos ahí no entrás ni a palos.

Yo no sé ustedes, pero yo ya soy torpe con las cosas habituales, imaginate con el dispositivo de regulación de la bici fija, al que veo por primera vez después de veinte años... Enredado en eso, pasan los minutos. Empezás a pedalear, tus zapatillas resbalan en los pedales y de golpe o no movés las ruedas, o las mismas vuelan. Así, no vamos a ningún lado. Literalmente, bolú: la bicicleta es fija. Así que también tenés que regular la resistencia de la rueda para mayor o menor esfuerzo.

También te pasa que un día llegás al gimnasio y te das cuenta de que la bicicleta que elegiste la vez anterior está ahora largamente ocupada. Uno, por miedo a hacer papelones o borrones, trata de hacer una “rutina”, no tanto como la plantean en el gimnasio -una serie de ejercicios seriados a cumplir- sino a hacer lo mismo de la última vez, no tocar nada, no intentar nada nuevo... Y la bicicleta está ocupada y está ocupada: ya fuiste a tomar agua, te sacaste la campera, miraste por la ventana, elongaste como si fueras a entrar a la cancha, nadie te mira pero todos te miran, etc.

Mah, sí: te mandás a la otra bicicleta. Fija que es desconocida. A poco de treparte y andar te das cuenta que es diferente: asiento bajo y retirado, piernas estiradas y casi horizontales, como si fuera una bicicleta playera canchera. No estás acostumbrado y en consecuencia te sentís y te sentás (ya que son parecidas, las tengo a mano y tengo que sumar caracteres hasta el final) incómodo. Relojeás el reloj. Querés irte de ahí pero por otro lado tenés el mandato interno de cumplir con el mínimo de cuota de movimiento que te asegure menos culpa a la hora del porrón y la picada que no sólo te esperan en casa: te llaman con su deshonesto y tentador canto de sirena...

La bici fija además hace ruido con cada pedaleo, el porrón frío no hace ningún ruido en tu heladera. Está decidido: por hoy basta. Ni transpiraste y con suerte gastaste dos calorías (cuando acomodaste el sillón a tu altura, y cuando acomodaste la resistencia de la rueda); mal saludás, te subís al auto y encarás para tu casa. Pero no te privás de comentar orgulloso que fuiste al gimnasio. Te estás mintiendo de lo lindo. Es fija que te estás haciendo la bicicleta. Después le das al porrón hasta quedar bien pedal.