Los cuentos infantiles de Enrique Banchs

  • Es uno de los más grandes poetas argentinos, probablemente el mejor sonetista, pero para la página semanal destinada a los chicos que dirigía para el diario La Prensa, Enrique Banchs (1888-1968) también escribió cautivadores cuentos que María de los Ángeles Serrano compiló para Ediciones Colihue bajo el título de “Para contar al hermanito”.
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Por Enrique Banchs / Ilustraciones de Kitty Passalia.

El corderito gigante

Una mañana, cuando salía el sol, un corderito vio su sombra y dijo: —¡Qué grande soy!

Movió la colita y vio que la sombra de la colita saltaba entre dos árboles muy altos. Entonces dijo:

—Ahora que soy grande como los árboles, me iré solo.

Y sin decir ni un “beé” echó a correr por el campo.

Llegó a la orilla de un arroyo y no le preguntó por dónde podía pasar, como hacían todas las ovejas.

Vio que su sombra llegaba más allá de la otra orilla y dijo contento:

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—¡Ya pasé!

Y dio un brinco para seguir corriendo. Pero se cayó en medio del arroyo. Y la sombra se hundió con él en el agua. No podía salir. El corderito se enojó y dijo:—¡Suéltame, arroyo! ¡Si no me dejas salir, te tomaré toda el agua!

Pero el agua le entró por las narices y enseguida tuvo que alzar la cabeza.

Estirando el pescuezo se puso a llorar.

—Beé, beé, beé. El agua es muy grande y tengo frío.

Pasaron muchas horas. Vino, por fin, la oveja madre, entró en el arroyo, con la boca tomó del cuello al corderito y lo sacó del agua.

—¿Por qué te fuiste de mi lado? -le dijo la madre.

—Porque ya era grande -dijo el corderito-. Con la cola tocaba los árboles más altos. ¡Así!

Movió la cola y miró a su alrededor.

Pero no vio la cola que tocaba los árboles. El sol estaba en lo más alto del cielo, y sólo debajo del corderito había una sombra más chica que él.

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—¿Dónde está ese cordero que toca los árboles con la colita? -preguntó la madre.

—Beé, beé -dijo llorando el corderito-. El arroyo se puso a comerme y me dejó así chiquito.

El gallito de Morón

El gallito de Morón muchas veces se equivocó. La primera vez que cantó, en vez de cantar, tosió.

Como tenía carraspera, tempranito se acostó.

El gallito de Morón no sabía qué hora era.

Cantó a la medianoche en punto y un gato le contestó.

Cantó a la una, ¡a la una!, y le dieron un picotazo.

El gallito de Morón a nadie dejaba dormir.

Un picotazo más le dieron porque otra vez cantó a las dos.

Siempre a deshora y siempre mal, a las tres, a las cuatro, a las cinco cantó el gallito de Morón.

Cinco fueron los picotazos. Cinco plumas le arrancaron.

Pero cuando cantó a las seis, ¡holalá!, hizo salir el sol.

Y cantó tres veces más: dos para cantar victoria y una de felicitación.

El cuento de Polidoro

El cuento de Polidoro, que siempre pedía poquita, poquita cosa y daba mucho: mil gracias...

Que lo dejaran acercarse al fuego para calentar nada más que la punta del dedo más chico.

Y la punta del dedo estaba con el dedo, el dedo con la mano, la mano con el brazo, el brazo con el cuerpo. Y de pies a cabeza se calentaba Polidoro, que siempre pedía poquita cosa.

Que le llevaran en coche nada más que un pelito del medio de la cabeza, un pelito que iba con la cabeza, y la cabeza con los hombros, y con los hombros Polidoro entero, campante en el coche, debajo de su pelito.

Que le dejaran nada más que mojarse los labios con una gotita de leche. Y la gotita de leche que Polidoro necesitaba era la última, la que estaba en el fondo del jarro lleno.

Que le dejaran poner nada más que el borde de su chaqueta nada más que en el borde del asiento.

Y Polidoro se sentaba en el trono del rey.

Poquita, poquita cosa, pero era ya rey y daba mil gracias.

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La estrella azul

Hay veces en que uno, de noche, mira al cielo y dice: “¿La veo o no la veo? ¿Está o no está?”. Y se restrega los ojos y vuelve a mirar y le parece que sus ojos se han quedado vacíos, porque la estrellita no está. Una vez, Clara Ester perdió así una estrellita que estaba mirando. Era azul y temblaba tanto que parecía prendida en un alambre en el que, a cada momento, se posaba un pájaro. O parecía rodeada de plumitas de luz y que el viento se las agitaba.

Clara Ester siguió mirando ese pedazo de cielo negro en que se había perdido la estrellita y, poco a poco, se le cerraron los ojos y se quedó dormida. Pero Clara Ester no sabía que estaba dormida, porque seguía mirando un pedazo de cielo sin estrellita. Clara Ester pensó: “Voy a buscarla”.

Dicho y hecho: se calzó los zapatos de salir, se ajustó el cinturón, se puso los guantes, pero se olvidó el sombrero; y, dicho y hecho, Clara Ester camina ahora por el cielo oscuro para ver dónde se ha escondido su estrellita perdida o quién se la ha llevado. Camina con mucho cuidado porque quizás la estrella está apagada, es decir, sólo dormida, y Clara Ester, en la oscuridad, puede tropezar con ella y romperla. Hay aquí y allá estrellas de todas clases y Clara Ester de pronto apresura el paso, aunque le aprietan los zapatos nuevos, y de pronto, se detiene y dice: —No es esta: la mía es de color celeste.

Y ya no busca más que estrellas de color celeste. También hay muchas. Ninguna es la suya. La conoce bien.

Es muy difícil encontrar una estrellita perdida entre mil y mil y mil estrellas en un cielo que nunca se acaba. Además, Clara Ester no quiere irse muy lejos para no perder de vista la luz de la ventana de su casa. Porque si una estrellita, con toda su luz, se pierde en el cielo, también puede perderse una Clara Ester. Y también los padres que vayan a buscar a Clara Ester. Y también la abuela que vaya a buscar a los padres. Y así todos se perderían en el cielo sin caminos...

De repente oye su nombre. ¡La han llamado! Clara Ester abre los ojos, pero no sabe que los abre. Y allá está, en medio de un pedazo de cielo negro, su estrellita azul temblando. Al lado de Clara Ester está la madre, y Clara Ester pregunta:

—¿Quién me llamó? ¿La estrella azul o tú?

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