editorial

  • Las escuelas y quienes las conforman no están al margen de un contexto en el que los conflictos se dirimen con armas y la inseguridad, con linchamientos.

Niñez y juventud en un contexto violento

En los últimos meses, las escuelas volvieron a un primer plano como escenarios de hechos de violencia, tanto por ser blanco de actos de vandalismo, algunos de extrema gravedad (destrozos, robos, incendios), como por resultar el espacio en el que se terminaron dirimiendo conflictos interpersonales y se concretaron agresiones entre pares, en una escalada que tuvo su episodio más terrible en el asesinato de un joven a manos de otro frente a una primaria nocturna. Aquel caso sacudió a esta capital cuando apenas se había superado el estupor por el crimen de otra joven, también a la salida de una escuela para adultos, pero en la provincia de Buenos Aires, otro hecho que podría merecer la opinión de expertos pero que en principio excede la calificación de bullying o acoso escolar.

Es así como los establecimientos educativos que hasta hace unos años parecían mantenerse al margen de una violencia creciente y operaban como transmisoras de saberes pero también como una suerte de resguardo de chicos y jóvenes en situación de riesgo -al punto que fueron calificadas como la última frontera para los grupos más vulnerables- hoy padecen los mismos efectos de un contexto atravesado por la agresividad.

Es que a esta altura es absurdo imaginar que los alumnos pueden permanecer ajenos a la coyuntura que los rodea. La violencia se expresa en la vida cotidiana, en muchos casos, en los barrios que habitan, dentro de sus propios hogares, y hasta en la manera de vincularse de quienes deberían operar como referentes. Es más, hasta hace menos de dos meses, el tema de debate era el de los linchamientos, una práctica absolutamente injustificable que puso a hombres y mujeres en el rol de impartir justicia por mano propia, llegando en algunos casos a provocar la muerte de quienes estaban señalados como delincuentes.

Por otra parte y con una frecuencia asombrosa, ante la que no se puede permanecer indiferente, niños y jóvenes resultan víctimas de tiroteos, heridos o asesinados en sus propios barrios; de manera accidental, por haber quedado en medio de enfrentamientos entre bandas antagónicas, o por venganza entre familias rivales que terminan cobrándose la vida de inocentes.

La violencia no puede justificar la violencia. Así como el reclamo por más seguridad, real o exacerbado, no puede dirimirse con el criterio del “ojo por ojo”, tampoco pueden resolverse los conflictos personales en un enfrentamiento armado. Sin embargo, así sucede y así queda registrado prácticamente a diario en los medios de comunicación, y ni chicos ni adultos permanecen al margen de esta realidad. En este contexto, es fundamental profundizar el diálogo y fortalecer el trabajo en las escuelas, el acompañamiento a sus integrantes, la activa participación de padres, familiares y miembros de la comunidad en las instituciones escolares.

Se trata de una coyuntura que pone en crisis la asignación tradicional de roles, al influjo de una verdadera emergencia social. Y si la familia como espacio de socialización e inserción en muchos casos no está en condiciones de asumir esa función, o lisa y llanamente no existe, la escuela aparece como una salvaguarda ineludible, que debe ser preservada y apuntalada. Y esto, por encima de una cómoda e injusta asignación automática de responsabilidades, y en consonancia con la gravedad de la situación y los riesgos de no asumirla a conciencia.

La violencia se expresa en la vida cotidiana de chicos y jóvenes, en los barrios que habitan y también dentro de sus propios hogares.