Arte y comida

Cézanne y el café

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“Mujer con cafetera”, de Paul Cézanne.

 

GRACIELA AUDERO

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El origen del café es legendario. En la Arabia Feliz -según una leyenda- el pastorcito Khaldi descubre que una de sus cabras es más vivaz que el resto de su rebaño porque come las pequeñas bayas rojas de un arbusto de flores blancas. Confía su descubrimiento al prior de un monasterio de Yemen; éste recoge los frutos del arbusto, con los que prepara una decocción cuyos efectos logran mantener despiertos a los monjes de su comunidad durante los oficios nocturnos.

En Abisinia -según otro mito- un ermitaño de pie, sostenido por una caña, invoca constantemente el nombre de Dios y, agotado, se duerme parado. Al despertarse, la caña se había transformado en un cafeto. En el puerto de Moka -según una historia de amor contrariado- Omán, oriundo del lugar, se enamora de la hija del califa. Exiliado al desierto por el padre de la joven cuece los granos de un arbusto y bebe la infusión. La bebida le procura tanta fuerza que no teme regresar a su tierra natal, donde el néctar oscuro y aromático es tan alabado que hasta el califa lo toma. Y como en los cuentos de hadas, Omán se casa con la princesa.

Más lejos en el tiempo, otras leyendas son protagonizadas por personajes del Antiguo Testamento. El rey Salomón habría recibido una infusión de granos de café torrefaccionados del arcángel Gabriel para quitar la somnolencia a su pueblo. Pero, también se cuenta una leyenda en la cual la reina de Saba le habría confiado al mismo soberano, en la intimidad de la alcoba, el secreto del café.

Hoy, todos aseguran que el primer cafeto brotó en Etiopía. Sin embargo, nadie sabe quién tuvo la idea de tostar sus granos ni de prepararlos en una infusión o decocción. Sólo se sabe que desde Yemen, en el siglo xv, salió a conquistar el planeta por intermedio de sufíes, peregrinos y comerciantes del mundo árabe musulmán. Y, además, a generar una nueva forma de sociabilidad al servirse la nueva bebida en zocos, bazares y en casas lujosas instaladas en jardines arbolados y floridos a orillas de ríos en Bagdad, Damasco, Adén, La Meca, el Cairo, Estambul, donde los hombres juegan al ajedrez, hacen negocios, fuman, toman café...

En Estambul se dice que: “Antes de la creación del mundo, Alá bebió café; necesitaba energía para crear el mundo en siete días; al séptimo, acabada su obra, bebió té, y cuando Adán y Eva lo desobedecieron, bebió vino”. Mas esta ciudad bizantina no sólo ilustra alegóricamente las propiedades creativas del café sino que, entre 1570 y 1650, lo introduce en Occidente gracias a sus relaciones comerciales con Venecia.

Adoptado en Italia con utilización del filtro, el café se consume a gran escala a partir de las plantaciones de cafetos desarrolladas por los franceses en Santo Domingo, por los ingleses en Jamaica y por los portugueses en Brasil.

El café y el té, bebidas globalizadas desde el siglo XVIII, son los estimulantes preferidos de Paul Cézanne (1839-1906) aunque no rechaza un vaso de vino de Aix para acompañar su plato predilecto: papas hervidas con aceite de oliva. Provenzal hecho y derecho, el artista aprecia los aromas y sabores de su tierra natal: hiebas aromáticas, aceitunas, ajos, tomates, pescados del Mediterráneo. Consumidor incansable de café, Cézanne pinta, entre 1890 y1895 “Mujer con cafetera”. ¿Se trata de un modelo ocasional o de Madame Brémond, su cocinera? No se sabe. Sólo es posible admirar la figura de la mujer, derecha como una columna, que compone con elementos geométricos simples: óvalo del rostro, rombo del busto, triángulo de la pollera, tubos acodados de los brazos. La misma forma tubular que la cafetera. Sentada sobre un asiento invisible, la mujer queda enmarcada por los rectángulos de las molduras de la puerta. Su cabeza redondeada se desvía del eje vertical que la sostiene: centro del vestido, raya del peinado. El retrato no transparenta investigación psicológica ni emociones. De tamaño natural, frontal, la mujer se impone con su serena monumentalidad.

Traducir sus percepciones visuales, a través de formas geométricas, es una de las obsesiones de Cézanne. Darle a la pintura la dimensión de la tela es otra de sus preocupaciones. Obvia el punto de fuga único elaborado por el Renacimiento y multiplica los puntos de vista. La cafetera se ve de frente, la taza desde arriba, y el platito aparece en un punto de vista intermedio. La cuchara se observa desde abajo y la mesa desde una perspectiva aérea. En la realidad, dicha distribución no se sostiene. La geometrización de las formas y la multiplicación de los puntos de vista imponen un nuevo orden. Ambas teorías crean, en “Mujer con cafetera” un mundo autónomo que reinventa en cada una de sus obras.

Cézanne recién logra el reconocimiento del público a los 56 años, gracias al marchand Ambroise Vollard. Pero desde siempre los artistas miraron su obra y aún se nutren de su arte.