A PROPÓSITO DE UN ESTRENO. UN RELATO

Ópera prima

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Rainer Werner Fassbinder, director de cine alemán.

Foto: ARCHIVO el litoral

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Lo aplauden en la entrada y en el hall lo saludan y él aparatosamente levanta las manos a diestra y a siniestra y en su rostro, que pareciera como de arcilla secándose, las líneas y los músculos dibujan, apenas, una media sonrisa. Es el estreno, es noche, es verano y al director le transpiran las manos y se le seca un poco la voz; de su pelo exudan olores algo extraños, mezcla rara de perfume, gel y sudor y su cuerpo todo, un poco tembloroso, pareciera querer salírsele de la camisa almidonada y huir. Obsesivamente el director escribió, filmó, dirigió, produjo, editó (reeditó) y posprodujo su obra. Todo ese peso, todo ese cansancio, pensó con ingenuidad, desaparecerían con el corte final. No; arduamente lo sabe ahora. Ahora, mientras sus zapatos levantan partículas de polvillo de las alfombras y sus piernas delgadas penetran la sala oscurecida y su mirada se achina detrás de los flashes, va deglutiendo algo así como un áspero pedazo de pan y no la copa fría que esperaba: su error de criterio, infantil entendimiento de autor novel, de ópera prima, lo llevó a imaginar un escenario diferente. Lo peor ya pasó, se repite que se dijo: el presupuesto, los actores, las locaciones, la administración, el papeleo; el dinero, el catering, las compras. Ahora avanza y lo invitan y lo convidan y él atraviesa pequeños círculos de periodistas, críticos, productores y actores y no ve en nadie un espíritu de celebración sino más bien, acaso por el modo paranoide que lo acompaña desde siempre, miradas inquisidoras; “hienas” (piensa) relamiéndose ante su inminente salida a la arena.

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Anthony Hopkins, en el papel de Alfred Hitchcock, durante una escena de la película "Hitchcock".

Foto: ARCHIVO el litoral

II

El director, preso del pánico, no pudo ver su obra terminada. No lo pudo hacer. Un autor sólo ve los hilos detrás del show, un autor nunca disfruta de su obra, se dijo. Ahora la ve, ahora la está viendo, rígida la espalda en la butaca, en carne viva los nervios, y sus ademanes mínimos pareciesen como querer tocar el cuerpecito de un bebé, temeroso de que se desvanezca en sus manos, de que se rompa, agua y arena entre los dedos, y que toda su cuidada construcción ceda, acá a un error, allá a un olvido de alguien del proceso de producción, más allá a un problema de alguien de ventas, más acá a las propias impericias y olvidos. Fatalmente, pensó, si veía su obra antes del estreno no dormiría, o no se presentaría, o se emborracharía. El director respira acompasadamente y se repite que es absurdo que no pueda disfrutar de su trabajo después de todo y después de tanto y se repite que no, que no puede. Avanzan los títulos y le parece que la tipografía no se destaca sobre el negro; abren las guitarras y le parece que el sonido de la sala no es el adecuado; dicen las primeras líneas del guión y recuerda que debió modificar ese adjetivo en la octava corrección; entra la actriz protagónica y le parece que la luz de los focos no destaca adecuadamente su belleza; hablan los actores de reparto y le parece que el gordo Finocchieto no luce como en los ensayos; avanza la trama y le parece algo pretenciosa; caen los títulos y el director siente como si lo hubieran golpeado en los costados durante 90 minutos. El público estalla en un aplauso cerrado y lo saludan y le mencionan las escenas y los escenarios naturales y los planos cortos. El director recibe todo como mera nube sonora, apenas como una distorsión, como grito, hasta que consigue sortear los cuerpos y las voces, y deposita su cuerpo en un taxi. Ya en casa, ausente, sudado, bebe y después va digiriendo poco a poco la experiencia de recién como quien carga sobre sus hombros, peñasco a peñasco, una mochila de rocas. Bebe una copa detrás de otra y escribe, ya a la madrugada, una larguísima crítica sobre su propia obra. Señala con precisión cada error, cada efecto no deseado, cada problema. Apenas destaca un par de aciertos entre decenas de cuestionamientos. La firma con un seudónimo y la envía, afuera ya clarea, a todos los contactos periodísticos que tiene. Antes de dormirse, vacía ya la botella, recuerda como un borracho recuerda al alba la enseñanza de su maestro: hay que ver las obras propias como si fueran de otros y actuar en consecuencia. “¿Honestidad brutal?”, le dijo él; éste dijo: “Yo lo llamo el principio de inmolación intelectual”.

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Imagen de algunas páginas del guión de la película "Citizen Kane" de Orson Welles.

Foto: ARCHIVO el litoral