DESDE EL EVANGELIO

Pentecostés

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“Pentecostés”, de El Greco.

Monseñor José María Arancedo (*)

La celebración de Pentecostés nos habla del origen de la Iglesia. Si bien es una comunidad de personas libres, no alcanzan las categorías sociológicas para definirla. Vive en la historia con ropaje humana, pero su fuente está en Dios. El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo. Esta afirmación se apoya en las palabras y el testimonio de Jesucristo. Hablar de Cristo nos lleva a hablar de la Iglesia, ella no se entiende sin Él. El Concilio Vaticano II lo dice de un modo claro, cuando afirma que la Iglesia está constituida por un elemento humano y otro divino, y agrega: “Por esta profunda analogía (la Iglesia) se asimila al Misterio del Verbo Encarnado. Pues, así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano (instrumento) de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo” (L. G. 8). Por ello la definimos como el primer sacramento que nos dejó Jesucristo.

La promesa de Jesucristo a los apóstoles de enviarles el Espíritu Santo se cumple en Pentecostés: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hecho. 2, 4). Aquí comienza la Iglesia, ello significa que no nace de un acuerdo entre nosotros, no la fundamos, sino que la recibimos como un don que tiene su origen en Dios. Ella forma parte de su designio salvífico, a la que instituye Jesucristo y la anima el Espíritu Santo. Sacarla de este contexto es desvirtuarla. Esto no significa negar lo humano con su riqueza y sus límites, sino reconocer que su fundamento es Jesucristo y su fuerza el Espíritu Santo. Hay un prejuicio agnóstico, que al negar la posibilidad de lo trascendente por no ser manejable y comprobable, nos termina encerrando. La fe no niega lo humano y el alcance de la inteligencia, pero nos abre a una dimensión nueva que nos permite conocer la realidad en toda su profundidad. Uno de los dones del Espíritu Santo es, precisamente la sabiduría, que eleva nuestra inteligencia al plano de la fe.

A la Iglesia la recibimos como un don de Dios, por ello se nos presenta como una tarea que nos compromete. Así lo entendieron y vivieron los primeros cristianos a partir de Pentecostés. Este es el desafío permanente de todo cristiano. El Espíritu Santo, por otra parte, no nos viene a revelar nada nuevo, su tarea es interiorizar con su gracia el Evangelio de Jesucristo, hacerlo realidad en nuestras vidas. Esto les decía San Pablo a los Corintios: “Ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones” (2 Cor. 3, 3). ¡Qué linda imagen ser una carta de Cristo y cuánta responsabilidad! Cuando uno percibe que un cristiano, o la Iglesia, no tienen el entusiasmo por vivir y predicar lo que han recibido como don, puede pensar que se ha ido apagando la fuerza del Espíritu Santo. No somos robots del Evangelio, sino hombres libres animados por “el Espíritu de Dios viviente”. Si no cuidamos su presencia, la vida del cristiano será como aquella sal que pierde su sabor, ¿para qué sirve? (cfr. Mt, 5, 13) Dejamos de ser levadura en la masa. Pentecostés es don y tarea, realidad y desafío, presencia de lo nuevo y responsabilidad ante el mundo, alegría y sentido de la vida. ¡Ven Espíritu Santo, y llena de luz y de fuego el corazón de tus fieles! Reciban de su obispo junto a mi afecto y oración, mi bendición en el Señor.

(*)Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz