A PROPÓSITO DEL MUNDIAL

Un fútbol sin partidos

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Estanislao Giménez Corte

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I

El Mundial. Arrecian las publicidades, las promociones, las banderitas, las transmisiones en HD, los documentales, los programas. Toda una paleta de productos nacidos al pie del fútbol propiamente dicho pero que, por un oscuro giro de la industria, se han transformado en incómoda sombra proyectada sobre el propio juego. Una suerte de euforia un tanto impuesta se respira en las esquinas y un clima pseudofestivo se contagia y se dispersa. Todo es cosmopolita y grandilocuente. Es, cómo negarlo, un acontecimiento interesante para futboleros y neófitos. Empero, con cada ocasión, pareciera profundizarse un curioso fenómeno. Algunos estudiosos han abordado el desplazamiento del fútbol-deporte al fútbol-espectáculo; creemos que aquí se presenta otra desviación: el deporte ha sido (casi) sustituido por el espectáculo a tales extremos, que aquél aparece como una mera excusa (prescindible, innecesaria) ante los objetos y productos que lo rodean. Toda una inmensa parafernalia, cada tanto, cede un poco en su afán y en su ambición de devorarlo todo y da sitio al propio juego, casi como un acto piadoso, una dádiva. En cada competencia, así, el propio juego va quedando opacado, ahogado, relegado por la maquinaria de la exageración, que trabaja escogiendo y difundiendo instantes extraordinarios de un juego que no existe en la totalidad del evento, sino sólo como (rara) excepción. Una promesa de maravilla que no puede sino encontrar decepción: en el juego no hay edición, ni músicas. Lo real tiende a ser menos espectacular y más aburrido que lo simbólico. El deporte hiper-editado no es el deporte en sí.

De tal forma, un hermoso juego debe cargar en sus espaldas con una promesa de show que le es imposible de representar y cumplir. La propia transfiguración del fútbol en insumo de los medios, su tendencia alevosa a la espectacularización y su no-correspondencia con relación al juego mismo, caracterizan este fenómeno. La máquina alrededor del Mundial apela a lo épico, a la tragedia, al nacionalismo, al lenguaje belicista y a otras desmesuras. El problema es que, luego del poderoso anuncio, lo que se nos ofrece, en muchos casos, es casi una farsa, una pantomima, un acto menor, con pasajes de comedia. La industria ha transformado al fútbol en una exhibición, ya de presuntos modelos, ya de presuntos acróbatas. De sujetos llenos de dinero y de fama que, además y no antes, juegan. Celebrities que hacen muchas otras cosas desde el fútbol pero que de alguna forma terminan imponiéndosele a éste (el caso Beckham es el paradigma). Y cuya consecuencia podemos ensayar así: todo lo de exagerado e inverosímil que tienen las producciones del fútbol y de los futbolistas no se corresponde con lo que vemos en el campo de juego, una vez iniciado el partido. El partido en sí mismo, entonces, como una broma macabra, a veces es el costado más flaco de la cuestión.

II

Como maestros del suspenso, los editores crean un clima de crescendos, una expectativa. Luego, un opaco desarrollo, o un episodio gansteril, o un bochorno la contradicen. Las actividades parasitarias, marginales o laterales han reordenado el lugar del cotejo, devenido tristemente sólo en un eslabón más en el contínuum de productos futbolísticos: entrevistas-publicidades-transmisiones-partido. La desmesura de los medios encuentra, como resultante natural, partidos insípidos, feos y chatos. Pero eso no importa mucho, parece. La falta de correspondencia entre “el tamaño” de la promesa que se anuncia y lo que finalmente sucede es casi

insalvable. En las publicidades, los jugadores son superhombres dotados de suprapoderes; en el partido, son sólo jugadores. Como si se inflase una enorme bolsa con aire y ésta empezara a desmoronarse una vez dado el pitazo inicial. Se observa así una enorme distancia entre lo que los medios presentan como fútbol (acrobacia, dinámica, precisión, velocidad, belleza) y lo que vemos a la postre.

En la publicidad, Messi shotea y gambetea como un demonio enloquecido, en 15 segundos editados con música de trombones alemanes, a ocho cámaras. En el partido, toca cuatro pelotas (dos de las cuales pueden terminar en gol, claro). Y los 85 minutos restantes, trota por acá y por allá con ritmo cansino. Antes, durante y después asistimos al show de oferta. En este decurso, pareciera, el partido sobra. La publicidad es un bello sueño de perfección simulada, una ensoñación momentánea que dura nada; virtual, irreal pero seductora. Llegará el día en que los magos de la industria puedan concretar su deseo inconfesable: que todo sea publicidad, símbolo, pregnancia, impacto, oferta, y nos podamos sacar de encima y eliminar esos molestos noventa minutos de fatal aburrimiento.

La máquina alrededor del Mundial apela a lo épico, a la tragedia, al nacionalismo, al lenguaje belicista y a otras desmesuras.