Fugaz visión del Paraíso

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Bajo la cúpula. La luz que ingresa por la linterna superior alumbra la extraordinaria y polícroma composición realizada hace más de tres siglos.

 

En la desértica geografía de Arequipa, suroeste de Perú, existe una paradojal selva de imágenes tropicales. Creció hace más de tres siglos en los muros de la capilla de San Ignacio, e invadió la bóveda con guirnaldas de flores, fuentes de frutas, la colorida presencia de algunas aves solitarias y el ascendente contorneo de ángeles amerindios en busca de la luz cenital. Este extraordinario producto del barroco mestizo se conserva en medio del complejo monumental jesuítico que integra el Patrimonio de la Humanidad.

TEXTOS Y FOTOS. Gustavo José Vittori.

Mi corazón pega un salto, cambia de ritmo, se acelera. La respiración se agita. Un leve temblor sube por mis piernas. La mirada se descontrola; los ojos buscan un foco esquivo, que se desplaza con velocidad de figura en figura. Los múltiples estímulos sensoriales e intelectuales me producen distintas alteraciones psicosomáticas cuando ingreso a la barroca capilla de San Ignacio de Loyola, antigua sacristía de la iglesia de la Compañía de Jesús en Arequipa, Perú.

No son síntomas habituales, pero tampoco son extraños. Suelen producirse por shocks asociados con la belleza artística. Y desde el siglo XIX sirven para diagnosticar el síndrome de Stendhal, seudónimo del escritor romántico francés Henri-Marie Beyle, que fue el primero en describirlo luego de experimentarlo.

A él le ocurrió en Florencia, Italia, donde muchos han vivido la sensación agónica que puede producir el éxtasis inducido por la contemplación de las más altas expresiones del arte, esas creaciones que dejan entrever lo mejor de la humanidad. Por eso la fascinante ciudad toscana también adhiere su nombre -como designación alternativa- al referido cuadro clínico.

En lo que me concierne, sufrí -y gocé- mi primera conmoción en ese mismo lugar, a los diecisiete años, un día de invierno, gris y frío, en una ciudad todavía enlodada por el desastroso desborde del río Arno de 1966. Pero ni el clima desapacible ni la catástrofe reciente pudieron opacar la deslumbrada y primeriza visión de la piazza della Signoria con sus colosales esculturas: “David”, de Miguel Ángel, y “Caco y Hércules”, de Bandinelli, en los flancos de la escalinata de ingreso al palacio comunal del siglo XIII; “Perseo”, de Cellini, y “Rapto de las sabinas”, de Giambologna, en la Loggia dei Lanzi; “Neptuno”, de Ammannati, en la fuente, rodeado de ninfas; y Cosme I (Medici) sobre su potente caballo percherón, también de Giambologna.

Todo junto, revelado en un golpe de vista, fue demasiado, aun cuando por entonces supiera poco y nada sobre esas obras y sus autores. Luego sentiría cosas parecidas en Venecia, pieza urbana única e irrepetible puente cultural entre Europa y el Asia Menor. Y después, durante la observación de los conmovedores frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina del Vaticano.

ARTE MESTIZO E INNOVADOR

Días atrás, aquellos síntomas dormidos se despertaron en la jesuítica capilla de Arequipa, y poco después volverían a desperezarse en la extraordinaria iglesia de San Pedro de Andahuaylillas, hito referencial de un pequeño pueblo que se levanta al sur del Cusco, en un valle altiplánico de la provincia de Quispicanchi.

Pero aquí quiero detenerme en la conmoción que viví en San Ignacio, excepcional y secular expresión del barroco hispanoamericano, del “arte novo” peruano alumbrado por la matriz religiosa andino-cristiana y desarrollado en la segunda mitad del siglo XVI y los enteros siglos XVII y XVIII. El caso testigo no puede ser mejor, porque conserva frescos del siglo XVII que conviven con tres cuadros sobre tela del siglo XVI pintados por el artista Bernardo Demócrito Bitti, jesuita italiano que a poco de arribar al virreinato del Perú en 1575, realizó sus primeras obras en Lima y luego se desplazó al sur, donde echó las bases de la Escuela Cusqueña de Pintura. También, con un cuadro del siglo XVII de Diego de la Puente, su seguidor.

Como dije al comienzo, apenas traspuse el portal de la capilla, quedé atrapado por su belleza y alterado por los efectos de la experiencia contemplativa. En segundos me vi rodeado por enredaderas pictóricas de intensos colores que trepan los muros hacia la luz cenital, cargada de simbolismo religioso. Hacia abajo, esa misma linterna cumple con eficacia su función de alumbrar la selvática trama icónica, lo que permite advertir que la aparente maraña de plantas, frutos y aves tropicales, tiene una estructura que ordena los engarces visuales.

El diseño que tapiza las paredes es de una belleza antigua, simple y encantadora, que permite establecer ciertas relaciones con grutescos murales de época romana y trabajos de los iluminadores de libros del medioevo. Claro que aquí se visualizan significativos elementos propios de América, en tanto que la feracidad de la selva tropical parece trasfundirse a la vitalidad de los pinceles que cubrieron de imágenes las paredes que les sirven de soporte. Y que, además, configuran la base cuadrada sobre la que se ancla la bóveda a través de cuatro encajes esquineros. En estos puntos de encuentro, que soportan el peso visual de la cúpula, la transición de la línea curva predominante en la altura a la línea recta que signa el segmento inferior del edificio, crea formas triangulares -las pechinas-, privilegiados espacios para el despliegue iconográfico. Como es tradicional en los templos católicos, alojan las imágenes de los cuatro evangelistas con sus respectivos símbolos: Lucas y el toro; Marcos y el león; Juan y el águila, Mateo y el hombre.

ENREDADERAS DE SENSACIONES

Más arriba, sobre la cornisa circular que define el borde inferior de la bóveda, aparecen las imágenes de ocho santos, quizás los mismos que integran el “Altar de los Fundadores”, situado en la nave derecha de la iglesia principal, ya que es notable la coherencia del programa iconográfico desarrollado en los distintos ambientes -externos e internos- del complejo edilicio de la Compañía de Jesús. El retablo en cuestión está presidido por Santiago de Compostela, el santo patrón de esta iglesia, muy venerado por los derrotados incas -que lo asociaban con Illapa -dios quechua del rayo y el trueno-, quien está acompañado en los distintos nichos por imágenes de Santo Domingo de Guzmán (fundador de la orden de los Predicadores), San Agustín de Hipona (agustinos), San Juan de Dios (hospitalarios), San Pedro Nolasco (mercedarios), San Francisco de Asís (franciscanos), San Antonio Abad (movimiento monástico cristiano) y San Pacomio, creador del modo de vida cenobítico en el siglo IV d.C.

El anillo hagiográfico cierra la bóveda con forma de media naranja, concavidad que se eleva hacia el tragaluz superior mediante una sucesión de bandas circulares concéntricas de distintos anchos, estructura óptica alivianada por el uso de fajas verticales que recorren, a modo de gruesas líneas radiales, la cúpula cubierta por exuberantes imágenes. Como separadores de las escenas se emplean cordones o festones de pan de oro, recurso que remite a la divinidad solar de los incas; y que también, por su valor de codiciado metal precioso, jerarquiza a las obras de arte en el imaginario del barroco iberoamericano.

En la parte baja, las aves aparecen intercaladas en la floresta. Arriba, figuras de ángeles dominan la cúpula. Los más son caracterizadamente americanos; algunos, rubios, evocan a Europa, aunque en su conjunción late un mensaje de universalidad. Figuras principales del diseño, sus cuerpos describen curvas y contracurvas que los impulsan en movimientos ascendentes hacia el cénit de la composición. Y lo hacen de manera ordenada, dentro de corredores ópticos que pueden verse como los gajos de la media naranja que representa a la bóveda del cielo.

Arriba y abajo, la cornucopia de la abundancia pareciera haber vaciado su preciosa carga de frutos y flores, entre ángeles que flotan acompañados por aves singulares y se enredan con guirnaldas vegetales. En sus angélicas cabezas se advierten penachos de plumas de guacamayo, tocados que a la llegada de los españoles identificaban a la realeza incaica, mientras aquí y allá cantutas multicolores -la flor sagrada de los incas, la flor nacional del Perú- aportan la gracia de sus coronas tubulares que semejan campanillas alargadas o trompetines teñidos de rojo, blanco o amarillo. Pero no son las únicas, otras flores de la selva fulguran con sus colores en cada intersticio del tapiz icónico, y enmarcan fuentes desbordantes de frutas: ananás, papayas, aguaymantos, sandías llegadas del África con la Conquista, racimos de dulces uvas y semillas de cacao incrustadas en la pulpa blanda del fruto que hacía las delicias de la nobleza incaica. En suma, una fugaz visión del Paraíso terrenal.

Mientras miraba una y otra vez la constelación pictórica, recordé una lectura vieja sobre el tercer viaje de Cristóbal Colón a América, momento en el que intuyó que el “Paraíso de los deleites” se encontraba en el delta del Orinoco. Con posterioridad, el renombrado especialista en derecho indiano Juan de Solórzano Pereira (1575-1655), dirá que si ese lugar no era el Paraíso, al menos habría que hablar de “Huerto del deleite”. Pero su discípulo León Pinelo retomará la tesis de Colón e irá más allá. Afirmará que América fue el lugar físico del “Jardín del Edén” y ofrecerá como pruebas “la abundancia y fertilidad de las tierras, la gran variedad de plantas, árboles y animales, la benignidad del clima”. Para él, el Paraíso era “un lugar corpóreo, real y verdadero”. En Arequipa, las pinturas de la capilla de San Ignacio parecen representar la intuición de Colón y la visión de Pinelo.

UNA PLEGARIA ARTÍSTICA

En cualquier caso, se trata de una monumental expresión de arte mestizo, reconocida como patrimonio de la humanidad. Con un agregado singularísimo: a diferencia del uso del arte como instrumento de evangelización en el cuerpo de las iglesias, la antigua sacristía devenida capilla no era un espacio de exhibición pública. Por el contrario, era un lugar recoleto, íntimo, a cargo de un sacristán y reservado a los religiosos, sitio de guarda de elementos litúrgicos y de preparación ritual para el celebrante de la misa y sus monaguillos. En consecuencia es difícil verla como una hipotética herramienta de propaganda religiosa o una puesta teatral para impresionar almas sensibles. Más bien sugiere una plegaria artística, una ofrenda de creyentes genuinos, un canto de jesuítico agradecimiento al Dios de los católicos. Obra doblemente religiosa, sincrética, euroandina, americana, contiene sin hostilidad a los ya mencionados lienzos de Bernardo Bitti y a uno de Diego de la Puente, pintores jesuitas que a partir de su formación europea crearon, junto con otros plásticos llegados de Italia -Mateo Pérez de Alessio y Angelino Medoro- las condiciones para que naciera y se desarrollara la escuela cusqueña (o peruana) en la que aprenderían sus oficios importantes pintores e imagineros; algunos, criollos, como Luis de Riaño; otros, indígenas y mestizos, como Diego Quispe Tito, Basilio de Santa Cruz Pumacallao y Diego Cuasi Guamán.

Algún crítico podrá decir que los frescos de la capilla de San Ignacio constituyen una representación idealizada e ingenua del paraíso perdido y que son perceptibles algunos problemas técnico-formales, pero en verdad esas imperfecciones los hacen más humanos, y el efecto del conjunto es sin duda deslumbrante.

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un ave multicolor en la fronda de hojas, flores y frutas. foto neus escandell/alexandra orellano

CUATRO CUADROS

Dentro de la capilla, debajo de la cúpula y en el centro de cada una de las cuatro paredes hay tres lienzos de Bernardo Bitti (1548-1610) y uno de Diego de la Puente (1586-1663). Este último, que en rigor era flamenco y tiene un nombre traducido al español, fue discípulo de Bitti, un buen pintor nacido en Italia y enviado por la Compañía de Jesús a Perú, donde arribó con su carga de saberes artísticos e indisimulables influencias manieristas, en particular de artistas como Parmigianino, Pontormo y El Greco.

En marcos bien barrocos y dorados a la hoja, tres óleos de Bitti ornan el oratorio: “Virgen de la Candelaria”, sobre la puerta de entrada; “Cristo resucitado” y “Las lágrimas de San Pedro”, en las paredes laterales. Entre tanto, en el muro que enfrenta al pórtico de ingreso cuelga el lienzo de mayor tamaño, “Visión de la Storta”, atribuido a De la Puente, interesante obra sobre un momento decisivo en la vida de San Ignacio de Loyola, cuando en una capilla cercana a la ciudad fundada por Rómulo -y ubicada sobre la vía francígena por la que transitaban los peregrinos que viajaban de Paris a Roma-, sintió, de acuerdo con lo escrito en su “Autobiografía”, la definitiva comunión con Jesucristo, experiencia mística que removió cualquier duda y determinó la creación de la orden ignaciana.

Aunque menos renombrado que su maestro, De la Puente tiene algunas obras muy significativas, entre ellas, una “Última Cena” que ocupa un luneto de la iglesia principal de los jesuitas en Arequipa y anticipa el empleo de elementos regionales en el abordaje de temas evangélicos: en este caso, ajíes, choclos y un cuy asado, típicos alimentos de la mesa andina. Es importante decir que este trabajo anticipa en un siglo al famoso cuadro de Marcos Zapata (o Sapaca) sobre el mismo tema, obra cumbre del sincretismo religioso y la pintura barroca mestiza, ejecutada en el siglo XVIII por un pintor de raíces indígenas; obra de grandes dimensiones que se exhibe y custodia en la catedral de Cusco.

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Visión de la Storta. Es el lienzo mayor de la capilla y todo indica que fue pintado por De la Puente. Refiere a un episodio trascendente en la historia de Ignacio de Loyola y preludio de la creación de la Compañía de Jesús. foto: rpp.com.pe

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Virgen de la Candelaria. Entre la tierra en la que crece la jungla pictórica y la bóveda que representa al cielo de los cristianos, una peana sostiene uno de los cuadros religiosos del maestro Bernardo Bitti.

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Ángel amerindio. Un infantil integrante de la corte celestial exhibe su tocado de plumas de guacamayo y realiza gráciles movimientos entre flores y enredaderas.

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Desde adentro. Vista de la puerta de ingreso, sobre la que se ve el cuadro de la Candelaria, de Bitti. En los ángulos superiores, pechinas con evangelistas, y en los flancos, antiguas alacenas reconvertidas en vitrinas. foto: rpp.com.pe

La cornucopia de la abundancia pareciera haber vaciado su preciosa carga de frutos y flores, entre ángeles que flotan acompañados por aves singulares y se enredan con guirnaldas vegetales.

ENIGMAS E HIPÓTESIS

La capilla de San Ignacio fue, siglos atrás, la sacristía de la iglesia de la Compañía de Jesús, templo dedicado a Santiago Apóstol. Así lo ponen de manifiesto el lavabo de piedra de Huamanga, la gran ventana que da al segundo patio de los claustros y los huecos rectangulares en las paredes que evocan a desaparecidas alacenas, hoy convertidas en vitrinas para la exposición de interesantes piezas de orfebrería religiosa.

Esa función originaria agrega signos de interrogación respecto de las motivaciones que llevaron a cubrir cada centímetro de las paredes y la cúpula con pinturas que representan la rica naturaleza de las florestas peruanas, y que a la vez remedan el comportamiento invasivo de las selvas tropicales.

Más curioso todavía es que este extraordinario trabajo se haya realizado en la ciudad de Arequipa, implantada en el suroeste del Perú sobre una geografía conformada por terrazas desérticas que se escalonan al pie de la cordillera de la Costa, próxima al océano Pacifico. La Ciudad Blanca -calificativo originado en el uso de desteñida piedra volcánica para la construcción de sus edificios seculares- está rodeada por grandes desiertos y montañas peladas, como los volcanes Chachani, Misti y Pichu Pichu.

Algún autor ha imaginado que la exuberante pintura decorativa intentaba crear un “ambiente” que anticipara aspectos de las junglas en las que iban a internarse misioneros que se preparaban en Arequipa. Pero la explicación me parece pueril ya que las duras condiciones reales de la selva están muy lejos de las idealizadas estilizaciones pictóricas que ornan la capilla y que acercan más a las delicias del cielo de los cristianos que a los peligros y exigencias físicas y psicológicas que la jungla plantea.

La intensidad de la obra, la dimensión del esfuerzo, el vigor del empeño, la amorosa dedicación de su anónimo ejecutor, muestran ingredientes propios de la laudatio de un creyente más que de una presunta función instrumental para la preparación de eventuales misioneros.

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En alas de la fantasía. Con un plástico movimiento, un ave inclasificable se posa en medio del follaje.