Desde Trieste a Ljubliana
Desde Trieste a Ljubliana
Una avenida de Ljubliana.
Dos nuevas escalas en la travesía hacia Sarajevo. Encuentro con amigos. Las marcas todavía presentes de la guerra civil. El último viaje en tren.
TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA
El confortable tren que me llevaría desde Trieste comenzó su andar en el tiempo previsto. Dejaba Roma atrás mientras avanzaba hacia el noreste de la península itálica. Solo en el compartimiento, al rato ingresó un joven italiano y luego de entrecruzar algunos conceptos formales, convencionales, en esa especie de idioma esperanto contemporáneo llamado inglés, el cada vez más ameno diálogo viró hacia el castellano. Siciliano de origen, radicado en Trieste por cuestiones laborales, me preguntó una y mil cosas sobre nuestra tierra. Las cuestiones políticas pronto asomaron. Constaté que la tecnología contemporánea ha barrido fronteras informativas.
La perplejidad ante “la argentinidad al palo” de nuevo en el centro de la conversación.
Fue un ameno viaje. Al arribar a mi destino, me informó con precisión sobre cómo llegar a mi alojamiento, ya reservado como en otros casos.
Atravesé una plaza rumbo al hotel. En el centro, una estatua, casi el doble que la medida humana, me mostraba a una mujer de pie, con un brazo extendido, vestida a la moda de finales del siglo XIX. Con grandes letras al pie se informaba el nombre: “Isabel”. Alguna reina o algo así, dije para mi mismo.
Poco después supe que la plaza se llamaba “De la Libertá”. La imagen era de la emperatriz Sissi, aquella de las películas famosas de los años ‘60, interpretada al momento por la actriz alemana Romy Schneider.
Estaba alojado confortablemente. Salí a recorrer la ciudad, bella, prolija. Al caminar por una avenida principal, contemplé el frente de bellos edificios, muchos de claras referencias ornamentales de la Belle Epoque (Bella Época), así llamada luego por contraste con los horrores de la Primera Guerra Mundial, fin de una época añorada que había dejado sus testimonios edilicios. Diagonales y curvas: el trazado en damero, inexistente. Melancólico aire flotando subjetivamente aquí y allá.
Desde la plaza Della Unitá hacia los muelles sobre el mar Adriático, otrora importante puerta de salida hacia occidente. Una leve llovizna me aconsejó portar un paraguas de ocasión, descartable; por supuesto, chino. Pronto me encontré con un amigo pintor, que presentaba una colección de sus trabajos en una bella galería, debajo del edificio municipal. Benito me recibió cálidamente.
Ya habíamos acordado este encuentro meses atrás en Santa Fe. Por la noche, cena compartida con su grupo de colegas, artistas plásticos todos. Animada charla que duró largo rato. Yo venía de tierras muy lejanas. El interés común por el arte nos enlazaba provocando acuerdos y desacuerdos en nuestro intercambio. Cuando mi precario italiano no alcanzaba, atosigado por la efervescencia, Benito oficiaba diligentemente de traductor.
Al día siguiente me acompañó y me dejó en el castillo de Miramare, otrora residencia de los Habsburgo, espacio de descanso para la Emperatriz. Un parque arbolado reunía especies traídas desde los cuatro puntos cardinales por los antiguos habitantes reales, a modo didáctico de exhibición. Un jardín botánico del siglo XIX que se mantenía y cuidaba de manera impecable. La idea del turismo prevalecía y así era sostenido en el complejo. Las enormes terrazas sobre el mar permitían avistajes magníficos. El mobiliario de las salas me mostraba un mundo de magnificencias ya perdido. Desde la colina miraba el horizonte, el sol “hundiéndose” en las aguas, en el dorado resplandor que mezclaba realidades inmediatas con ayeres míticos de ese lugar del mundo. Territorio pequeño, puerta y paso que aún espera una decisión política y jurídica que decida su identidad en el continente.
RUMBO A ZAGREB
En Trieste finalizaba el recurso ferroviario de mi viaje. Todos los otros traslados por Los Balcanes serían en ómnibus. El tren era cosa del pasado. La guerra civil había dejado, también en ese aspecto, sus ominosas marcas. Otro país, Eslovenia; otra ciudad, Ljubliana; otra moneda, el Kune; otro medio de transporte, por cierto modesto, sin níngún tipo de servicio a bordo. Cada tantos kilómetros una breve estancia para resolver las “necesidades”. Así sería, salvo una insólita diferencia, en todos los trayectos.
Ljubliana, bella, esplendorosa ciudad que me acogió y disfruté. Atravesar en mi andar la plaza del Mercado de Flores y Frutos, mezclarme con los lugareños, comprar unas frutas, mirar a la gente en su tráfago cotidiano, era toda una fiesta para los ojos y los oídos. La bella iglesia frente a la plazoleta se levantaba imponente. Me detuve a conversar con una docente en artes visuales. Con un grupo de alumnos munidos de sus caballetes, tomando vistas directas de su ciudad, de su lugar en el mundo. Aprendían a mirar y registrar el entorno con sus “tomas del natural”.
Recordé por un instante cuando, bajo las directivas de mis profesores, Fernando Espino y Armando Godoy, acometía los mismos intentos. Claro, cuando la formación artística tenía que ver con el entorno y no con alambicados laboratorios de fantasmáticas elaboraciones. “Altri tempi”, dije para mis adentros. Lo que veía en ese momento frente a jovencitos que se afanaban por capturar presencias y distancias ratifica para mí que hay cuestiones esenciales que son ajenas a estériles modas. Saltábamos fronteras lingüísticas con la mirada y la imagen. Un café, un breve diálogo con un joven que oficiaba de mozo, quien me preguntaba cosas frente a eso desconocido que se llamaba “Argentina”.
Preparé mi equipaje, ajusté mi cámara ya pronto a partir hacia mi nuevo destino: Zagreb, único recorrido en tren que hice en todo este periplo. Pero eso es otra historia.
Una vista del centro de Ljubliana, Eslovenia.
Una vistas del puerto de Trieste, al norte de Italia.