Hacia Zagreb

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Una lluvia primaveral y persistente promueve un encuentro inesperado. Tradiciones, música típica y una ciudad que quedó “como una suerte de perla suspendida en la memoria”.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA y archivo el litoral.

 

El tren lentamente se puso en movimiento con rumbo hacia Zagreb, el límite norte de Croacia, importante centro urbano en las antiguas fronteras del expansionismo del imperio otomano muchos siglos atrás: confluencia de eslovenos, húngaros, checos. Ordenada joya de la civilización en la cual los avatares de las confrontaciones culturales, bélicas, de clanes y reinados no habían frenado su renacer constante luego de cada infortunio.

Alojado casi en los suburbios, en un monoambiente integrado a un gran edificio casi a estrenar y a contramano del tiempo lluvioso, apenas desayunado, emprendí mi descubrimiento del lugar. Largo rato y ante cualquier estancia, la pregunta y la respuesta inmediata. Tantas “cuadras” hacía... “My brutish english” era un instrumento esencial para la comunicación con los lugareños. Siempre me miraban con cierta extrañeza cuando aclaraba mi origen. El juego verbal y de identificación, tantas veces jugado, daba siempre resultado: ¿judío? No. Entonces ¿griego? No ¿Italiano? Misma respuesta. ¿Español? No, no. Silencio. ¿De dónde viene? Ante mi respuesta me miraban atentamente entre la perplejidad y la curiosidad. Recordaba cuando en un aeropuerto, en tiempos de espera, sobre un improvisado papel dibujé el continente sudamericano, situé la Argentina, luego el río Paraná y finalmente el lugar de Santa Fe en el mundo. Una imagen puede más que mil palabras. Doy fe de ello.

En esa ciudad, una insólita experiencia me tuvo de protagonista y ratificó para mis adentros que no tengo imagen ni rostro del cual proveerme. Ahí va la historia.

La lluvia no había cesado del todo, se interrumpía y recomenzaba una y otra vez. Lentamente, el crepúsculo preanunciaba la noche y todavía faltaba un larguísimo tramo por salvar. Al costado de la avenida los automóviles pasaban raudamente. ¡Otro chaparrón! La primavera no se privaba de agua. A mi costado la puertecita de un jardín abierta. Pocos metros más allá, guareciéndose de la lluvia, un señor de mediana edad acompañado por dos niños que jugaban entre ellos. Pedí permiso para resguardarme. Al rato, una animada conversación me permitió saber que el señor era montenegrino. Años atrás había emigrado con su joven esposa a los Estados Unidos -California, para ser precisos-. La esposa nunca pudo adaptarse a la vida norteamericana y volvió a su tierra con sus dos hijos. El hombre, padre de los niños, esperaba a que su ex mujer con la cual mantenía buenas relaciones sociales lo auxiliara, tanto a él como a los hijos de ambos. Al rato de animada conversación llegó el vehículo. Presentaciones de rigor. Viajé 30 minutos con ellos.

Recuerdo que la señora, elegante y bien dispuesta, exclamó luego de que su ex le explicara sobre mi persona y mi ocasional percance: “¡Qué admirable! Hay que tener mucho valor para andar por el mundo como usted lo hace”. Me sentí halagado. Para ellos, ciertamente, era también un riesgo trasladar a un extraño.

Descubrí mundos insólitos, que ninguna guía turística prevé.

Otra vez el fiasco con los trenes. Solo una rémora del pasado. En la estación terminal semi vacía, una empleada me aconsejó que apelara al servicio de ómnibus suburbano, más eficiente y seguro. Me trasladaría hacia Zadar, mi próximo destino.

Sentí a la ciudad de Zagreb como una suerte de perla suspendida en la memoria. Lamenté no poder quedarme un tiempo más.

Ante un contingente de turistas identificados por una especie de pañuelo-bufanda, con los colores rojo y amarillo, imaginé que serían españoles. El sonido de la lengua propia, del ritmo castellano ya se hacía sentir. Me acerqué y dije -exclamé- “¡Españoles!” Rápidamente me contestaron: “¡No, catalanes!” “¡Joder!”, dije para mis adentros. Nunca aprenderemos los humanos que sumar es más importante que restar. Y así nos va.

Me atrapó la ceremonia del cambio de guardia en la plaza central. los trajes tradicionales, el acompasado retumbar del traqueteo de los caballos. El homenaje frente a la estatua ecuestre de un héroe nacional de la primera guerra, seguramente un fundador libertario de cuando se desintegraba el imperio austro húngaro.

A corta distancia, un encuentro de folclore lugareño. Los resplandecientes trajes típicos al sol. El rescate de las antiguas entidades al son de la alegre música lugareña.

Al día siguiente continuaría el viaje, esta vez hacia Zadar, ciudad eminentemente balnearia que se aprestaba para recibir sus contingentes turísticos. El maravilloso sol primaveral resplandecía, haciendo más azul el mar cercano. Arcadas arquitectónicas medievales en la ciudad en parte fortificada, con murallas de muchos siglos atrás. La imponencia de una iglesia de estilo románico (siglos VII, VIII y IX), con su aire de fortaleza inexpugnable me detuvo largo rato. En las proximidades, una galería municipal exhibía tesoros artísticos antiquísimos. Pasé largo rato en ella. Una breve pausa al sol con un reconfortante café y luego a seguir andando y apreciando.

En la estación de trenes me aconsejaron los propios empleados que apelara al servicio de ómnibus de la terminal adyacente. Es más seguro y puntual. Otra vez la ratificación de que los trenes en ese lugar del mundo eran una rémora del pasado.

También lo son en nuestro país, pensé. Pero por otras razones. Allí, las guerras. Aquí, el proverbial negociado a favor de pocos y en detrimento de muchos. Así las cosas, me dispuse a seguir con el itinerario previsto. Sería la ciudad también costera del Adriático: Split. Pero esa es otra historia.

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Ceremonia de cambio de guardia en la plaza central de Zagreb.