Tribuna de opinión

Aportes al debate de la cuestión penal

por Ricardo Miguel Fessia (*)

“La libertad es el derecho que tienen las personas de actuar libremente, pensar y hablar sin hipocresía”. José Martí

Hace algunos días, desde distintos sectores, se han agitado las aguas de la legislación penal. Como pasa siempre, a poco de andar se llega a la banalidad del monto de la pena, sin importar el fin de la pena; tampoco, la coherencia de un código, ni la función del mismo derecho penal en una sociedad. Todo eso es una fruslería.

Nuestro Código Penal fue sancionado en 1921 por medio de la Ley 11.179. Presentado por Rodolfo Moreno (h) en 1917 fue aprobado en Diputados y luego reformado para ser sancionado en el Senado. Era presidente Hipólito Yrigoyen y por entonces se vivía la euforia de la “escuela positivista”, que considera al delincuente como influenciado por el medio en que vive y por tanto la sanción debía moderarse de acuerdo con la peligrosidad del delincuente.

La mayoría de los gobiernos siguientes no pudieron resistir la tentación de dejar un recuerdo en el ajetreado texto. Difícil sería ahora hacer un resumen de las reformas que se fueron introduciendo; algún especialista que se tomó ese trabajo, contó más de 900. Iniciativas de legisladores, comisiones de notables y demás experimentos. Llegamos a las más célebres: las reformas “Blumberg” (Ley 25.882, Art. 166; 25886, Art. 189 bis; 25.891, del Servicio de Comunicaciones Móviles; 25.892, Arts. 13, 14 y 15; y 25.893, Art. 124).

A todo esto, se deben sumar las más de 400 leyes especiales que en algunos de sus artículos incluyen delitos. En definitiva, ni el más entendido de los especialistas conoce todos los tipos penales.

Un sistema normativo

Un código es un cuerpo orgánico y sistemático de normas jurídicas. Normas que son absolutamente necesarias para la convivencia social. Ese digesto tiene cuerpo y alma; el primero es la letra de la ley, el segundo es su ideología. Esa estructura es muy difícil, sino imposible, de reformar, de introducirles cambios parciales y mucho menos cuando ellos responden a una circunstancia. Todo se mantiene en una suerte de fino equilibrio; las normas responden a principios ideológicos.

¿Esto quiere decir que no se pueden reformar las leyes? No, pero se deben tomar ciertos recaudos, y lo ideal es lograr consensos políticos y dictar un nuevo cuerpo.

Debemos decirlo con todas las letras; un código no es una ley de emergencia.

Por medio del decreto 678/2012 -17/05/2012-, el Poder Ejecutivo constituyó una comisión de especialistas con la misión de elaborar un anteproyecto. Para la integración se han tomado algunos criterios, dentro de los cuales destacamos la pluralidad ideológica con representación parlamentaria: León C. Arslanián por el PJ, Ricardo Gil Lavedra por la UCR, María Elena Barbagelata por el PS, Federico Pinedo por el PRO y, como presidente, Raúl Eugenio Zaffaroni, ministro de la Corte Suprema de Justicia. Todos nombres que nos eximen de presentaciones.

Desde los primeros tiempos de la organización política, allá por 1853, decidimos tomar la forma de la democracia representativa y por lo tanto a las leyes las dicta el Congreso por sistema de mayoría. No estamos en un modelo de sociedad en el que las decisiones se tomen en asambleas.

Cuando el texto todavía no se conocía oficialmente se escucharon algunas críticas. El debate -que incluye las críticas- es una herramienta indispensable en una sociedad moderna.

Necesidad de una crítica objetiva

Para sumar, la crítica debe ser objetiva y constructiva.

Apuntamos dos cuestiones: primero, se quiere convocar a una “consulta popular” para que el pueblo se pueda manifestar en contra del anteproyecto. Pero este mecanismo constitucional de las democracias semidirectas -Art. 40- está previsto para el caso de apoyar un proyecto, no para rechazar. Y segundo, se fustiga por la “disminución del monto de la pena” en algunos delitos y no es así ya que lo realizado fue poner en orden las penas de acuerdo con los valores jurídicos en danza (actualmente hay delitos contra la propiedad que tienen una pena mayor que otro contra la vida) aparte de subir el monto de 150 delitos. Además, se “termina con la reincidencia”, pero en verdad lo que se hace es poner en manos del juez la evaluación del caso (quien libró un cheque sin fondos y luego en una noche de juerga se lleva una bicicleta, siendo que en ambos casos repara el daño, es reincidente, pero el que viola y mata a su víctima no lo es); se acaba con la prisión perpetua, siendo que se puso un tope en los treinta años -la mitad de una vida- que es el máximo para el caso de genocidio en el ámbito internacional.

Se escucha, casi como un zumbido ramplón, que las penas son muy blandas y por lo tanto es una suerte de invitación a delinquir. A ver; desde principios de 2000 se han incrementado los montos de las penas, ¿puede alguien decir que se han disminuido los delitos en esta última década?

Solicitamos de nuestros dirigentes claridad de conceptos y coherencia en el obrar. El problema de la llamada “inseguridad” no pasa por el derecho penal, pero en la parte que corresponde, es un engaño bregar por el monto de la pena; lo que si debe hacerse es dotar los medios para lograr una mayor rapidez y eficacia. ¿Qué sentido tiene una condena a los tres, cinco o siete años de cometerse el hecho?

En ese ruego esperamos no sólo la sensatez que la hora requiere sino que se entreguen nuevas ideas plasmadas en un código.

Una ley requiere del mayor consenso posible para ser efectiva, si no es letra muerta. Ese consenso se debe construir con acuerdos de alta política, no con discursos sensibleros en estudios televisivos.

(*) Abogado, fiscal, profesor ordinario de la UNL y en la escuela Domingo Guzmán Silva.

Una ley requiere del mayor consenso para ser efectiva, si no es letra muerta. Ese consenso se debe construir con acuerdos de alta política, no con discursos sensibleros en estudios televisivos.