Crónicas de la historia

La dictadura que también asesinaba a sus “amigos”

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Sabemos que en el balance de sangre de la dictadura militar se destacan en primer lugar los llamados subversivos. Integran esa lista los secuestrados, desaparecidos y muertos en operativos cuya denominación más apropiada es terrorismo de Estado. Un capítulo aparte merecen los crímenes cometidos contra funcionarios de la dictadura militar. Se trata de profesionales, políticos, empresarios e incluso militares que apoyaron la asonada militar del 24 de marzo de 1976. No son muchos, pero hay varios. Su existencia es una impugnación moral y política más contra un régimen que en nombre de intereses inconfesables ejecutó a personas que no podían ser imputadas de subversivas, marxistas o enemigas del mundo occidental y cristiano, como les gustaba decir.

Convengamos que la dictadura militar hubiera sido condenada por la historia sin la necesidad de estos crímenes. Las atrocidades cometidas fueron tantas que ninguna coartada las hubiera podido justificar. Sin embargo, no le alcanzó con eso. El monstruo estaba suelto y no conocía límites. Los asesinatos de los “amigos” de la dictadura son una nueva vuelta de tuerca al horror. La maquinaria de muerte que se desató a partir de 1976 no respetó ni siquiera sus propios principios de legitimidad. Los cruzados se transformaron en mafiosos. Los asesinatos del general Omar Actis, la ejecución del periodista y director de Confirmado, Horacio Agulla, fueron operativos que Al Capone hubiera aprobado y secretamente envidiado.

Los nombres de las víctimas, de estos singulares “amigos” de la dictadura merecen recordarse: Edgardo Sajon, jefe de prensa del gobierno de Lanusse, secuestrado y muerto por desempeñarse como supuesto correo Montonero, en abril de 1977. Sajón era uruguayo y periodista. Quienes lo conocieron ponderan su perfil democrático y su lealtad para con Lanusse. Al momento de ser secuestrado, trabajaba en el diario La Opinión. Para los militares eso fue más que suficiente. Además, su ejecución -atribuida a un grupo de la Armada- fue un tiro por elevación contra Lanusse, el militar que para esa época osaba criticar los secuestros y desapariciones.

Marcelo Dupont era publicista, y tuvo la desgracia de que Massera hubiera tenido problemas con su hermano, Gregorio Dupont, diplomático de carrera. Según trascendidos, el almirante nunca le perdonó a éste que en una reunión social celebrada en el piso de la pintora Susana Díaz de Vivar y ante la presencia -entre otros- de Martha Rodríguez MacCormack, hubiese tenido el tupé de decir que Massera no tenía condiciones para pretender ser presidente de los argentinos. Esas palabras dichas en un piso paquete de La Recoleta, alcanzaron y sobraron para que fuera cesanteado del Ministerio de Relaciones Exteriores y que su vida corriera peligro. Para colmo de males, Goyo Dupont era un amigo íntimo y leal de Elena Holmberg.

Massera no era un hombre de olvidar agravios. Un par de años después, el ajuste de cuentas llegó para los Dupont, y más precisamente para Marcelo, una persona políticamente inofensiva, cuyo exclusivo pecado fue ser hermano de Goyo y estar en el lugar donde no debía estar. Marcelo fue secuestrado el 30 de septiembre de 1982 y una semana después su cuerpo era arrojado al vacío desde el piso 14 de un edificio en construcción.

Rodolfo Fernández Pondal, era un joven periodista tan inteligente como ambicioso. Al momento de ser secuestrado en plena avenida Libertador, se desempeñaba como director del periódico videlista Última Clave. Esa noche, su última noche, estuvo reunido en un bar de barrio Norte con otro amigo periodista y un general retirado de apellido Pomar. Se despidieron antes de las once de la noche y nunca más lo vieron con vida. Fernández Pondal trabajaba a conciencia, pero no sabía que jugaba con fuego. Sus relaciones con militares, políticos y empresarios le permitían imprimir un periódico sabroso en chismes e información a la que nadie accedía. Seguramente dijo algo de más o se enteró de algo que no debía enterarse. En cualquiera de los casos, el resultado fue el mismo.

Fernando Branca, cuya esposa, Martha Rodríguez MacCormack, era amante de Massera y probablemente la instigadora de un crimen que combinó magistralmente la política, los negocios sucios y las pasiones amorosas. Rodríguez MacCormack era la típica aventurera de clase alta, tan hermosa como corrupta, tan inescrupulosa como seductora. Su primer casamiento fue con César Blaquier, con quien tuvo dos hijos. Después llegó Branca y un poco más tarde Massera.

Branca pasó de vendedor de diarios en la calle a magnate de la industria del papel. En el camino se casó con Martha y juntos construyeron una sociedad que dio excelentes resultados, sobre todo cuando a partir de 1976 se incorporó al negocio el almirante Massera, quien a sus reconocidas habilidades políticas sumó sus habilidades como amante de la esposa de Branca. Este sórdido culebrón concluyó su primera temporada con la muerte de Branca y el traspaso de sus bienes a la cuenta de Massera. La segunda temporada se inició con el juez Omar Salvi. Ocurrió en 1983 y hacía rato que Massera había dejado de ser el dueño de vidas y haciendas. Por otra parte, los oficiales de la Marina, los mismos que le habían bancado secuestros, desapariciones, vuelos de la muerte, negocios con Montoneros y ambiciones políticas desaforadas, no estuvieron dispuestos a soportar que su arma apareciera involucrada en un crimen de polleras y negocios sucios. En conclusión: los leales marinos entregaron a Massera en nombre de un decoro que nunca antes se les había ocurrido invocar.

El general Omar Actis fue ejecutado en la calle en agosto de 1977 por sicarios de la Marina en el singular contexto de los preparativos del Mundial de Fútbol de 1978. Digo esto porque aquel torneo que dio mucho que hablar, tuvo como protagonista de primer nivel al almirante Carlos Alberto Lacoste, sugestivo sucesor de Actis en el EAM. Pese a lo mucho que se ha escrito sobre aquel Mundial, sospecho que lo más importante aún no se sabe o se conoce poco. El asesinato de Actis, la forma en que lo mataron y el burdo intento de atribuir el operativo a Montoneros, demuestra que a la hora de matar, los jefes militares no estaban dispuestos a detenerse en consideraciones menores

El rol de verdugo en todas estas muertes le correspondió a la Marina dirigida por el almirante Massera, y su mano derecha en la Esma, el contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro. En ese punto -solamente en ese punto- puede registrarse una diferencia de calidad entre los jefes militares. No se trata de reeditar la teoría de militares blandos y duros -a la que el Partido Comunista adhirió con tanto entusiasmo como desvergüenza- porque las diferencias no se dieron en ese plano. De lo que se trata es de registrar diferencias objetivas en el interior de un régimen militar, diferencias que separaban a la dupla Videla- Martínez de Hoz del proyecto populista de Massera, proyecto que incluyó en su despliegue la cooptación ideológica de algunas de sus víctimas, una red perversa de acuerdos con los máximos dirigentes Montoneros y la puesta en marcha de un partido político que se proponía trasformar a Massera en el heredero de Perón. De más está decir que no fueron pocos los dirigentes peronistas de aquellos años que adhirieron entusiasmados a la candidatura del almirante que sonreía, hablaba y operaba con el desenfado y la amoralidad de su imaginario maestro.

La muerte de Héctor Hidalgo Solá y Elena Holmberg Lanusse se inscriben en aquel contexto. El dirigente radical había visto en Venezuela cosas que no debían conocerse. Después de su paso por París la diplomática Holmberg sabía demasiado, tal como tituló su libro la investigadora Andrea Vasconi. En cualquiera de los casos, para el Almirante Cero se trataba de faltas imperdonables. El problema es que ni Elena Holmberg ni Hidalgo Solá sospechaban que sus enemigos iban a llegar a tanto, o que ese error de cálculo les iba a costar la vida. Pero sobre esta tragedia escribiremos la próxima semana.

por Rogelio Alaniz

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La dictadura militar hubiera sido condenada por la historia sin la necesidad de estos crímenes. Las atrocidades cometidas fueron tantas que ninguna coartada las hubiera podido justificar.