Digo yo

Pantallas

Pantallas
 

Natalia Pandolfo

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—Te cité porque tenemos que hablar -dice ella, y esas tres últimas palabras, ultimátum que atraganta a todo macho que se precie, se mezclan con el primer sorbo de café.

Él la mira -¿sin verla?- y espera el veredicto. Ella le dice que hace tiempo que se siente mal -rara, como encendida, piensa él-, que no sabe cómo decírselo, que ve que esto no va ni para atrás ni para adelante y en el fondo del local crece a ritmo impiadoso una voz, un timbre monocorde pero excitado que habla de la autopsia: que las manchas de sangre que encontraron los peritos no datarían de más de ocho horas y que habrá que esperar el resultado de los estudios para develar el misterio, que el cuerpo permanece en la morgue judicial y que estaremos informando de las próximas novedades del caso.

Y él le dice que no entiende, que para qué le está diciendo todo esto si yo creí que estábamos bien, que ya no sé qué más hacer para que te sientas a gusto. Y ella le dice no sos vos, soy yo, y él entiende menos aún. Y en la pantalla un señor más exaltado que el anterior grita, pletórico, que hay que mandar chiste al 2020 para alegrarse el día, y dice un chiste tonto, malo, y vuelve a gritar que mandés chiste al 2020, y pregunta si tus días son aburridos y vuelve al grito, como un martillo en la sien: mandá chiste al 2020.

Ella mira por la ventana, quizá tomarse un tiempo, él dice que ésas son excusas, que qué tiempo, que yo no me manejo así y si querés tiempo tomátelo, pero después no vengas y en la tele vuelve la cortina musical y el noticiero ahora muestra a la mandataria hablando, su pelo aquí y allá y su porte de morocha argenta y esa sobreactuación que de berreta se vuelve fastidiosa, y ella le dice que no me entendés, que nunca me entendiste, que para qué me querés acá si no tomás una decisión, casarse, un hijo, algo. Y desde la tele la mujer arenga, dice que no vio ningún partido pero que los felicita, que qué bien, que te hagas la tomografía, querido, y esos hombres sudorosos que pateaban en Brasil ahora visten traje y se esconden, bromean como en la escuela, se mandan al frente para que alguno cabecee el incómodo centro.

Ella relojea el celular y piensa, furiosa, que si no fuera una metáfora cursi sentiría que está perdiendo el tiempo. Piensa que en casa es igual: esas voces que hablan desde el fondo, todo el tiempo, como fantasmas que pisotean el silencio y lo someten a su ultraje cotidiano. Él desvía la mirada y escucha al técnico, tipo sencillo, alguien que uno elegiría como padrino de sus hijos sin demasiado trauma. Piensa que se equivocó en sacarlo al Pocho, que quizá si no lo hubiera sacado... Piensa que habrá que esperar cuatro años ahora, pero la verdad, que no sé si volverá a generarse esta mística, che.

Y escuchan que hay que aprovechar el aguinaldo, que esta vez pueden tener la última tecnología en su mano, que ésta es su oportunidad, que no se la vayan a perder. Él piensa que todas las mujeres son iguales: complicadas. Que complican lo simple. Estamos juntos, ya está; estamos bien, qué más. Ella intenta encontrar las palabras -y las muy pérfidas van y se esconden entre los pliegues de la memoria. Allá al fondo alguien grita desaforadamente que la pinturería extiende por dos semanas más su oferta con tarjetas de crédito y una vez más, una condenada vez más, que no te la podés perder.

—Cada vez siento que nos alejamos más. Que ya no hablamos -insiste ella. Y escucha que tiene que revitalizar su pelo: reparar el daño en tres días. Y después a Mauro Viale, que empieza a montar en el cuadrado hipnotizante su show de poca monta. Señores miran a cámara e intentan hablar: él los interrumpe con desprecio, como si eso le resultara divertido o placentero. Él la mira -¿sin verla?