A PROPÓSITO DE LOS NIETOS RECUPERADOS

La vena abierta

La vena abierta
 

Estanislao Giménez Corte

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“no bajo a los infiernos/subo hasta mi hijo”

Juan Gelman, “Nota XX”, 1979

I

Si esto fuese un relato fantástico, ahora mismo, en este exacto momento, circunspectos especialistas cuestionarían el carácter (in)verosímil de nuestras invenciones, nos amonestarían por la exagerada e irresponsable construcción de una tragedia tan demencial y de un final tan inconcebible que escaparía a la más afiebrada de las imaginaciones. No puede ser, no es creíble, no se sostiene, nos dirían. Pero esto no es literatura: es la terrible, la cruda, la violenta realidad de una herida larga, abierta todavía, que esta semana quiso tomar un desvío y ser a la vez cálida e inesperada sorpresa, emocionante desenlace, ¿epílogo?, nota discordante que rompe con un derrotero harto conocido. El reverso de la moneda. El tallo de una plantita verde y hermosa que se abre paso entre el lodo y la mugre. ¿Cómo se puede pensar, cómo se puede calificar, cómo se puede decir la historia reciente de la Argentina? No hay términos, no alcanzan; no hay conceptos, caen como peso muerto o vuelan como bolsas de polietileno. Lo real, lo fáctico, lo concreto supera con creces, con alevosía, lo que es pensable, lo que es decible, lo que es imaginable. Detengámonos un momento. Tratemos de concebir esto: un crimen cometido hace décadas cuyas consecuencias se prolongan interminablemente en el tiempo; un crimen que no acaba; un crimen que, en su metamorfosis, como un virus, como una mancha de petróleo, consigue expandir y multiplicar el daño producido a través de los años y de las personas -enferma espiral de perversidad que parece perpetua-; un crimen con muertos de entonces que no pueden descansar y con descendientes que no saben o no pueden -mecánica pensada sin epílogo aparente-; un crimen que es la continuación del dolor por otros medios en los que vinieron después.

II

Pensemos en cualquier persona: en ese flaco que cruzamos en este momento en la vereda; sí, ése. Él podría ser otro. Él podría no saber quién es, él podría no saber que no sabe quién es. Podría no saber quiénes son las personas con las que vivió toda su vida, qué hicieron o dejaron de hacer, qué le dijeron y qué no le dijeron. Él podría no saber que los suyos viven en otra provincia o en otra ciudad; que tienen su mismo pelo ensortijado y entrecano, una idéntica delgadez natural en las mejillas, un gusto profundo por los aires folclóricos que escuchó desde muy chico en las esquinas y que por algún motivo lo emocionan. En las fotos de la casa siempre él fue el más alto y el más flaco. A diferencia de los otros, tiene por manía arrastrar las erres y una voz grave, casi cavernosa. A la inversa del resto, es torpe para los deportes y casi no le crece la barba. Él sabe todas estas cosas pero nunca supo el denso porqué de todas estas cosas. Hasta que alguna vez: en un cumpleaños, una noche de desvelo, en el comentario de un amigo, en un aviso por las redes sociales, en una sensación de íntima incomodidad, de creciente sospecha, de angustiosa comparación; en una tarde en un patio, en una mirada detenida sobre los otros, un día de temor, de terror, lo decidió. Apenas al despertar se presentó en una oficina.

III

Una persona descubre un día, en un solo día, que todo es una enorme, sólida, negra, pesada, nauseabunda mentira. Le dicen, le informan que es otro. Que pertenece a otra familia, que su aparente padre no es tal, que sus aparentes hermanos y ciudad no son tales, que tiene otro nombre, otra historia, otros ancestros, otro ADN. Por un momento todo lo que reciben sus sentidos le parece una suerte de decorado teatral demasiado ornamentado y esencialmente falso; su memoria emotiva trae de repente imágenes que en ese preciso instante se le antojan como de cartón barato, con colores demasiado chillones y voces impostadas, como en una publicidad mal actuada. Él, que sintió algunas veces, lejanamente, una suerte de cosquilleo en la piel cuando se enteró del 102; él, cuya fisonomía, como una mancha de Pollock en un matemático trazo de Escher, rompía la simetría en las imágenes cotidianas, escucha de una voz tranquila que es otro y que quizás por esa otredad -le dicen- él está allí en este momento. Por esa otredad fue una vez a ver qué pasaba, cómo era, qué había que hacer; en su otredad no dijo nada a nadie, sólo pasó, llenó los formularios, intercambió unas palabras cordiales con el doctor, se arremangó la camisa, el brazo izquierdo presto, flaco, con poco vello, las venas marcadas, abiertas, el puño apenas cerrado, el codo apoyado, la sensación fría de la aguja que penetra y del líquido que sale salen verdades y una tranquilidad y una calma y algo que se parece a un regreso. Esa otredad (la ve delante suyo, se expande como una nube) es enorme e intimidante, es perturbadora y él se le va acercando lentamente para saber, para saberse.