Robin WILLIAMS Y LA RELACIÓN ARTE-SUICIDIO

El artista y la “pérdida del aura”

16-02-TEATRO 01.jpg

Foto: ARCHIVO

 

Estanislao Giménez Corte

[email protected]

http://blogs.ellitoral.com/ocio_trabajado/

 

“Esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra Alejandra no lo niegues”. Alejandra Pizarnik

“Con muertas figuras de héroes/ Llenas tú, luna/ Los bosques que enmudecen”. Georg Trakl

I

Un actor está un poco condenado, desde siempre, a hacer de sí mismo. Su cara, su gesto, su voz, sus movimientos, aun en la composición más resuelta de la historia, afloran. La trabajada máscara que le da entidad sobre las tablas en un momento cede y sí, es él. Un actor está un poco condenado, desde siempre, a repetirse: los recursos de los que dispone -que pueden ser poderosos- son inmanentemente escasos y, en rigor, todos los artistas sufren de este síndrome que podría definirse, si tomásemos la idea de Sabina, como la desesperante (y progresiva) transformación del artista en una “caricatura de sí mismo”. Un actor puede ser otro de a ratos; puede transformarse en su opuesto (la leyenda tradicional del payaso triste); puede encarnar a un personaje que odia y aborrece (la riqueza “técnica” de los villanos). Puede hacer ello, merced a un enorme esfuerzo físico y psicológico, sólo durante un breve período de tiempo. Un actor puede, en actos, en ceremonias, en entrevistas, en entregas de premios, desarrollar un papel alternativo: puede mostrar simpatía y ser ocurrente, si es el caso, o ser distante y enigmático, si es el caso. Pero esto supone una suerte de meta-actuación: alguien que es un actor y que cuando no está trabajando desarrolla igualmente otro rol: el personaje-actor. En esos casos, éste lleva una vida de actuación doble o a la segunda potencia (sus personajes de cine y teatro, por un lado; el personaje-actor, para eventos, por otro). Más tarde o más temprano, en la intimidad de su casa, en la noche, aflorará desde el subsuelo de esa doble máscara el rostro cristalino pero maltratado del sujeto: éste carece de maquillaje, está un poco magullado, ha sido dos veces negado ante los flashes, está transpirado. Este desdoblamiento, esta elasticidad y manipulación de las personalidades, está en la raíz misma del trabajo del actor pero, aunque se nos escape el saber psicoanalítico, entendemos que puede tener lamentables consecuencias. No deja de sorprender el hecho de que la comicidad esté tan presente en el caso de trágicos desenlaces de muchos de sus más grandes representantes (Andy Kaufman, Buster Keaton, Robin Williams, John Belushi y, en el plano nacional, Olmedo, De Grazia), como si el esfuerzo sobrehumano por obtener la risa mecanizada e industrializada tuviera como primer efecto la momentánea carcajada del espectador pero como contraparte la desesperación y el vacío del protagonista (la persona detrás de las dos máscaras). Así el cómico pareciese hundirse en su propia telaraña: dador de risas que a la caída del telón queda vacío; performer cuya energía se va con su rutina; artista que comparte la química de su cuerpo y que reparte su aura entre las personas del teatro, un poco a cada una y que después del final recibe la tibieza de un aplauso descendente que se apaga.

II

Numerosísimos artistas han encontrado la muerte tempranamente, por suicidio, por abuso en sus consumos, por conductas temerarias. En la literatura y en la música funciona la idea de que el artista, a un ápice de la locura y la desesperación, se halla asimismo a un ápice del arte total o de un gran descubrimiento (del hallazgo poético en la idea tradicional). Se acepta que las conductas proto-suicidas contienen en su propio riesgo y en un descenso a los infiernos la quintaesencia del arte: un sujeto que llega a los límites de lo tolerable, que halla lo que fuese, pero que no sobrevive a su hallazgo y apenas puede decirlo con su último aliento. No siempre ha sido así, claro. Ha habido enormes músicos y literatos alimentados a té y a pan; ha habido desesperados consumidores de sustancias incapaces de escribir un acto.

La idea romántica del artista es la idea de un sujeto autoinmolado por una búsqueda. Es una idea bella en su tragedia que tiene muchos representantes y adeptos, pero a menudo no se sostiene. Los artistas muertos tempranamente parten y los vemos partir, incrédulos en la inesperada novedad, como si ellos portaran algo-que-no-sabemos. Pero a veces es sólo eso, la combinación de alguna relevancia artística, el exceso, la desmesura y el destino, si podemos llamarlo así. El ideario colectivo, por razones que no abordaremos aquí, prefiere a los artistas estallados.

III

El suicidio de una persona famosa moviliza preguntas, justamente porque consideramos -equivocadamente- que en lo objetivo tiene resueltas determinadas cuestiones vitales (lo económico especialmente). El asombro y el dolor natural que produce la novedad a veces giran sobre sí, se invierten y dan lugar a algo parecido a la comprensión y a una suerte de siniestra admiración. Allí están, como interpelándonos, los Huxley, las Storni, los Pavese, los Salgari, las Woolf, las Plath, los Arenas, las Pizarnik, los Kennedy Toole, los Lugones, si pensásemos en escritores. Para algunos, la muerte autoinfligida es un modo de decir la coherencia natural entre discurso y hecho: firman su muerte como un epílogo evidente a lo que dicen sus páginas.

Pero hay otra posibilidad: que es que el final llega sencillamente por la percepción de la “pérdida del aura” (tomamos, claro está, la célebre expresión de Benjamin). Un día el artista, absoluta, plenamente consciente de ello, sabe que no puede más. Un actor repite su marca, su gesto: la industria toma ese rictus facial, lo exprime hasta la náusea y relega a la persona. La persona, a su vez, permanece y sobrevive en la industria en parte merced a la aparición y a los servicios, en ágapes y entrevistas, del personaje-actor. La persona, entonces, queda detrás de dos humanidades fingidas. El actor y el personaje-actor, sus propias creaciones, se le aparecen como extraños que lo desconocen, fuerzas que él ha desatado pero que no controla (la fábula del aprendiz de brujo). Demasiado lejos. Ahí está Williams: el gesto desmesurado, la risa histérica, la pose de bromista desmedido. Todo tan desencajado que no podemos menos que sospechar que, claro, él nos está diciendo su reverso, su negación. No lo vimos, no lo entendimos. Hasta que, esta semana, la persona decidió salir desde el trasfondo de la doble máscara. La teatralidad exagerada, el gesto mil veces repetido, dicen hondamente su perfecto opuesto.